Collage Pipenta: Alejandra Pizarnik a la Paula Rego

El entendimiento

 

Empecemos por decir que Sombra había muerto. ¿Sabía Sombra que Sombra había muerto? Indudablemente. Sombra y ella fueron consocias durante años. Sombra fue su única albacea, su única amiga y la única que vistió luto por Sombra. Sombra no estaba tan terriblemente afligida por el triste suceso y el día del entierro lo solemnizó con un banquete.

Sombra no borró el nombre de Sombra. La casa de comercio se conocía bajo la razón social de «Sombra y Sombra». Algunas veces los clientes nuevos llamaban Sombra a Sombra; pero Sombra atendía por ambos nombres, como si ella, Sombra, fuese en efecto Sombra, quien había muerto.

Texto: Alejandra Pizarnik, tomado de “Poesía Completa”, Lumen, 2005

Imagen: Paula Rego “Loving Bewick”, litografía, 2002

 

 

Texto Pipenta: De la simbiosis de dos parásitos

Reseña de: Minoica, Eduardo Padilla y Ángel Ortuño (bonobos, 2008)

Pocos poetas publican un libro juntos. Si no se trata de una antología de poesía (en la que se publican sólo a ellos o por un prurito de censura no se incluyen invocando una imparcialidad siempre discutible) o de un manifiesto, raro en estos tiempos “posmodernos”, si no se trata de algo así, repito, entonces las plumas dudan y la desconfianza y la sospecha se apoderan de cada una de las partes. En ocasiones quizás sólo sea el temor a ser comparado con otro, miedo al comentario incriminante de las coincidencias o las “contaminaciones”. O, simplemente, es raro entre poetas tanta simpatía. Poco más común es que un poeta en ciernes se deje influenciar por el director del taller al que asiste o por el editor, seguramente también poeta, de su primer libro; latente en sus poemas estará la voz del mentor, guardaespaldas armado con su propio nombre. Por eso Minoica (bonobos, 2008), publicado por dos poetas, es un libro raro. Al fin y al cabo una isla, lejana en tiempo y espacio. 

Simpatía suficiente se dio entre Eduardo Padilla (Vancouver, 1976) y Ángel Ortuño (Guadalajara, 1969) para que amalgamaran este libro, que si bien está dividido en dos, “Serpens Kaput” del primero, e “Ilécebra” del segundo (cada quien con lo suyo), de todas formas mantiene un tono ácido, violento, insolente y terrorífico a lo largo de las dos partes. Los poemas arremeten brutales con imágenes retorcidas que estremecen los músculos, como si algún animal extraño de aquella isla lejana detenida en el tiempo, tal vez un minotauro, pasara junto a nosotros. “Lo que nos une nos separa/ así como lo que separa al canibalismo de la autofagia/ es lo que une a la familia,” escribe Eduardo Padilla. Y, por el otro lado, escribe Ángel Ortuño: “La media de un bastardo. El zapato/ de una prostituta. En la camisa/ menstrual/ van las cuerdas del piano.”

 

 

Los diferencia el ritmo, el largo aliento de Padilla y el corto de Ortuño, la desmesura del primero y la sobriedad cortante del segundo, las anécdotas, en buena medida biográficas o sacadas de paratextos del primero, y las imágenes abstractas, a veces herméticas, del  segundo. Pero los acerca el humor y una reticencia al realismo, una inmersión en montajes contranaturales, combinaciones inesperadas de significados e imágenes. Si hay realismo en estos poemas, es creacionista. Es decir, una realidad interna y oblicua creada por cada poema.  

La simpatía llegó a ser tal que ninguno de los dos se dejó hundir por la paranoia de las “contaminaciones”, habría que hablar incluso de una simbiosis de dos parásitos, uno alimentándose del otro y viceversa. Por eso Minoica es un libro que hay que leer de manera intercalada, de forma no lineal. Eduardo Padilla y Ángel Ortuño son la diástole y sístole de un libro-isla, teratológico y estremecedor.

Ángel Ortuño ha publicado además Las bodas químicas, Siam, Aleta dorsal. Antología falsa y Boa. Por su parte, Eduardo Padilla cuenta con dos libros publicados: Wang Vector y Zimbawe

Colaboración: David Jurado, uno de los maravillosos colaboradores y amigos de Pipenta

Imagen: «To Beauty», de Otto Dix, 1922

 

 

Para ver: el Botero que debió exhibirse en el Cabañas

Pipenta no huye a la convención. También detesta a Botero por las innumerables razones que sus lectores deseen  escribir en la siguiente línea: ________________________________________________________________. La única excepción es precisamente la serie que no visita Guadalajara vía el Instituto Cultural Cabañas: “Abu Ghraib” inspirada en los horrores patrocinados por el ejército estadunidense en la ya famosa prisión iraquí, que según los que ya la vieron en Monterrey, Italia y Nueva York, rescata algo del Botero creador…

Tip Pipenta: apachurra «Abu Ghraib» y podrás leer un fantástico ensayo de Arthur C. Danto sobre la serie de Botero…

Collage Pipenta: Eduardo Milán a la Bruce Nauman

 

 

 Para Regis Bonvicino

SIN ir más lejos que hasta los apaches

para hacer un poema que empleara el método

que empleaban los apaches para hablar

una palabra en el momento justo

justa

unas pocas palabras por día

una razón que todavía se desconoce

una razón de amor o de exterminio

de amor por el silencio

por las cosas

o simple amor por las palabras

amor por ellos mismos

los apaches tendrían su razón

una razón que todavía se desconoce

razón de amor o de exterminio

que empleaban los apaches para hablar

una palabra en el momento justo

cuelga

de amor por el silencio o de exterminio

Eduardo Milán

Texto: De “Manto”, antología del poeta en Tierra Firme del Fondo de Cultura Económica. México, 1999.

Imagen: “Clown torture” de Bruce Nauman, 1987. Cuatro videos en monitores, cuatro bocinas y cuatro videocasteras. Dimensiones variables. La maravilla de uno de los primeros videoartistas…

Para contemplar: Luis Camnitzer

Luis Camnitzer

Imagen: “Esto es un espejo, usted es una frase escrita” de Luis Camnitzer, pieza fechada entre 1966 y 1973. Maravilla encontrada tres horas antes de una entrevista con el artista y crítico de arte uruguayo, que impartirá la segunda Cátedra de Arte Instituto Cultural Cabañas (la primera fue de Robert Storr) el lunes 8 de febrero a las 20:30 horas en el Patio de los Naranjos.

Para leer: Salinger a la Vila-Matas

Aleksei Savrasov

31) Vi a Salinger en un autobús de la Quinta Avenida de Nueva York. Lo vi, estoy seguro de que era él. Ocurrió hace tres años cuando, al igual que ahora, simulé una depresión y logré que me dieran, por un buen periodo de tiempo, la baja en el trabajo. Me tomé la libertad de pasar un fin de semana en Nueva York. No estuve más días porque obviamente no me convenía correr el riesgo de que me llamaran de la oficina y no estuviera localizable en casa. Estuve sólo dos días y medio en Nueva York, pero no puede decirse que desaprovechara el tiempo. Porque vi nada menos que a Salinger. Era él, estoy seguro. Era el vivo retrato del anciano que, arrastrando un carrito de la compra, habían fotografiado, hacía poco, a la salida de un hipermercado de New Hampshire.

 

Jerome David Salinger. Allí estaba al fondo del autobús. Parpadeaba de vez en cuando. De no haber sido por eso, me habría parecido más una estatua que un hombre. Era él. Jerome David Salinger, un nombre imprescindible en cualquier aproximación a la historia del arte del No.

 

Autor de cuatro libros tan deslumbrantes como famosísimos —The Catcher in the Rye (1951), Nine Stories (1953), Franny and Zooey (1961) y Raise High the Roof Beam, CarpentersISeymour: An Introduction (1963)—, no ha publicado hasta el día de hoy nada más, es decir que lleva treinta y seis años de riguroso silencio que ha venido acompañado, además, de una legendaria obsesión por preservar su vida privada.

 

Le vi en ese autobús de la Quinta Avenida. Le vi por causalidad, en realidad le vi porque me dio por fijarme en una chica que iba a su lado y que tenía la boca abierta de un modo muy curioso. La chica estaba leyendo un anuncio de cosméticos en el tablero de la pared del autobús. Por lo visto, cuando la chica leía se le aflojaba ligeramente la mandíbula. En el breve instante en que la boca de la chica estuvo abierta y los labios estuvieron separados, ella —por decirlo con una expresión de Salinger— fue para mí lo más fatal de todo Manhattan.

 

Me enamoré. Yo, un pobre español viejo y jorobado, con nulas esperanzas de ser correspondido, me enamoré. Y aunque viejo y jorobado, actué desacomplejado, actué como lo haría cualquier hombre repentinamente enamorado, quiero decir que lo primero de todo que hice fue mirar si la acompañaba algún hombre. Entonces fue cuando vi a Salinger y me quedé de piedra: dos emociones en menos de cinco segundos.

 

De pronto, me había quedado dividido entre el enamoramiento repentino que acababa de sentir por una desconocida y el descubrimiento —al alcance de muy pocos— de que estaba viajando con Salinger. Quedé dividido entre las mujeres y la literatura, entre el amor repentino y la posibilidad de hablarle a Salinger y con astucia averiguar, en primicia mundial, por qué él había dejado de publicar libros y por qué se ocultaba del mundo.

 

Tenía que elegir entre la chica o Salinger. Dado que él y ella no se hablaban y por lo tanto no parecía que se conocieran entre ellos, me di cuenta de que no tenía demasiado tiempo parar elegir entre uno u otro. Debía obrar con rapidez. Decidí que el amor tiene que ir siempre por delante de la literatura, y entonces planeé acercarme a la chica, inclinarme ante ella y decirle con toda sinceridad:

 

—Perdone, usted me gusta mucho y creo que su boca es lo más maravilloso que he visto en mi vida. Y también creo que, aquí donde me ve, jorobado y viejo, yo podría, a pesar de todo, hacerla muy feliz. Dios, cómo la amo. ¿Tiene algo que hacer esta noche?

 

Me vino a la memoria de pronto un cuento de Salinger, The Heart of a Broken Story (El corazón de una historia quebrada), en el que alguien planeaba en un autobús, al ver a la chica de sus sueños, una pregunta casi calcada a la que había yo en secreto formulado. Y recordé el nombre de la chica del cuento de Salinger: Shiley Lester. Y decidí que provisionalmente llamaría así a mi chica: Shirley.

 

Y me dije que sin duda haber visto a Salinger en aquel autobús me había influido hasta el punto de habérseme ocur rrido preguntarle a aquella chica lo mismo que un chico quería preguntarle a la chica de sus sueños en un cuento de Salinger. Menudo lío, pensé, todo esto te sucede por haberte enamorado de Shirley, pero también por haberla visto al lado del escurridizo Salinger.

 

Me di cuenta de que acercarme a Shirley y decirle que la amaba mucho y que estaba chiflado por ella era una absoluta majadería. Pero peor fue lo que se me ocurrió después. Por suerte, no me decidí a llevarlo a la práctica. Se me ocurrió acercarme a Salinger y decirle:

 

—Dios, cómo le amo, Salinger. ¿Podría decirme por qué lleva tantos años sin publicar nada? ¿Existe un motivo esencial por el que se deba dejar de escribir?

 

Por suerte, no me acerqué a Salinger para preguntarle una cosa así. Pero también es cierto que se me ocurrió algo casi peor. Pensé en acercarme a Shirley y decirle:

 

—Por favor, no me interprete mal, señorita. Mi tarjeta. Vivo en Barcelona y tengo un buen empleo, aunque ahora estoy de baja, que es lo que me ha permitido viajar a Nueva York. ¿Me permite que la telefonee esta tarde o en un futuro muy cercano, esta misma noche por ejemplo? Espero no sonar demasiado desesperado. En realidad supongo que lo estoy.

 

Finalmente, tampoco me atreví a acercarme a Shirley para decirle una cosa así. Me habría enviado a freír espárragos, algo difícil de hacer, porque ¿cómo se fríen espárragos en la Quinta Avenida de Nueva York?

 Pensé entonces en utilizar un viejo truco, ir hasta donde estaba Shirley y con mi inglés casi perfecto decirle:

 

—Perdone, pero ¿no es usted Wilma Pritchard?

A lo que Shirley habría respondido fríamente:

—No.

—Tiene gracia —podría haber proseguido yo—, estaba dispuesto a jurar que era usted Wilma Pritchard. Ah. ¿No será usted por casualidad de Seattle?

—No.

 

Por suerte, también me di cuenta a tiempo de que por ese conducto tampoco habría llegado muy lejos. Las mujeres se saben de memoria el truco de acercarse a ellas haciendo como que las confundes con otras. El «Por cierto, señorita, ¿dónde nos hemos visto antes?» se lo conocen de memoria y sólo si les caes bien simulan caer en la trampa. Yo, aquel día, en aquel autobús de la Quinta Avenida, tenía pocas posibilidades de caerle bien a Shirley, pues andaba muy jorobado y sudado, el pelo se me había quedado planchado, pegado a la piel y delatando mi incipiente calvicie. Llevaba manchada la camisa por una gota horrible de café. No me sentía nada seguro de mí mismo. Por un momento me dije que era más fácil caerle bien a Salinger que a Shirley. Decidí acercarme a él y preguntarle:

 

—Señor Salinger, soy un admirador suyo, pero no he venido a preguntarle por qué no publica desde hace más de treinta años, yo lo que quisiera saber es su opinión acerca de ese día en el que Lord Chandos se percató de que el inabarcable conjunto cósmico del que formamos parte no podía ser descrito con palabras. Quisiera que me dijera si es que a usted le ocurrió otro tanto y por eso dejó de escribir.

 

Finalmente, tampoco me acerqué para preguntarle todo eso. Me habría enviado a freír espárragos en la Quinta Avenida. Por otra parte, pedirle un autógrafo tampoco era una idea brillante.

 

—Señor Salinger, ¿sería tan amable de estamparme su legendaria firma en este papelito? Dios, cómo le admiro.

—Yo no soy Salinger —me habría contestado. Para algo llevaba treinta y tres años preservando férreamente su intimidad. Es más, habría vivido yo una situación de absoluto bochorno. Claro está que entonces podría haber aprovechado todo aquello para dirigirme a Shirley y pedirle que el autógrafo lo firmara ella. Tal vez ella habría sonreído y me habría dado una oportunidad para entablar una conversación.

 

—En realidad le he pedido su autógrafo, señorita, porque la amo. Estoy muy solo en Nueva York y sólo se me ocurren majaderías para intentar conectar con algún ser humano. Pero es totalmente verdad que la amo. Ha sido un amor a primera vista. ¿Ya sabe usted que está viajando al lado del escritor más escondido del mundo? Mi tarjeta. El escritor más oculto del mundo soy yo, pero también lo es el señor que va sentado a su lado, el mismo que acaba de negarse a firmarme un autógrafo.

 

Me encontraba ya desesperado y cada vez más empapado de sudor en aquel autobús de la Quinta Avenida cuando de pronto vi que Salinger y Shirley se conocían. El le dio un breve beso en la mejilla al tiempo que le indicaba que debían bajarse en la siguiente parada. Se pusieron los dos de pie al unísono, hablando tranquilamente entre ellos. Seguramente Shirley era la amante de Salinger. La vida es horrorosa, me dije. Pero inmediatamente pensé que aquello ya no lo cambiaba nadie y que era mejor no perder el tiempo buscándole adjetivos a la vida. Viendo que se acercaban a la puerta de salida, me acerqué yo también a ella. No me gusta recrearme en las contrariedades, siempre trato de sacarles algún provecho a los contratiempos. Me dije que, a falta de nuevas novelas o cuentos de Salinger, lo que le oyera a él decir en aquel autobús podía leerlo como una nueva entrega literaria del escritor. Como digo, sé sacarles provecho a los contratiempos. Y pienso que los futuros lectores de estas notas sin texto me lo agradecerán, pues quiero imaginarles encantados en el momento de descubrir que las páginas de mi cuaderno contienen nada menos que un breve inédito de Salinger, las palabras que le escuché decir aquel día.

 

Llegué a la puerta de salida del autobús poco después de que la pareja hubiera descendido por ella. Bajé, agucé el oído, y lo hice algo emocionado, iba a tener acceso a material inédito de un escritor mítico.

—La llave —le oí decir a Salinger—. Ya es hora de que la tenga yo. Dámela.

—¿Qué? —dijo Shirley.

—La llave —repitió Salinger—. Ya es hora de que la tenga yo. Dámela.

—Dios mío —dijo Shirley—. No me atrevía a decírtelo… La perdí.

 

Se detuvieron junto a una papelera. Parándome a un metro y medio de ellos, hice como que buscaba una cajetilla de cigarrillos en uno de los bolsillos de mi americana.

 

De repente, Salinger abrió los brazos y Shirley, sollozando, se fue hacia ellos.

—No te preocupes —dijo él—. Por el amor de Dios, no te preocupes.

Se quedaron allí inmóviles, y yo tuve que seguir andando, no podía por más tiempo quedarme tan quieto a su lado y delatar que les espiaba. Di unos cuantos pasos, y jugué con la idea de que estaba cruzando una frontera, algo así como una línea ambigua y casi invisible en la que se esconderían los finales de los cuentos inéditos. Luego volví la vista atrás para ver cómo seguía todo aquello. Se habían apoyado en la papelera y estaban más abrazados que antes, los dos ahora llorando. Me pareció que, entre sollozo y sollozo, Salinger no hacía más que repetir lo que de él ya había oído antes:

—No te preocupes. Por el amor de Dios, no te preocupes.

 

Seguí mi camino, me alejé. El problema de Salinger era que tenía cierta tendencia a repetirse.

 

Texto de: Enrique Vila-Matas, tomado de «Bartleby y compañía», Editorial Anagrama, España, 2001. Páginas: 83 – 89.

Imagen de: Aleksei Savrasov, «The Rye Field», óleo sobre tela, 1937. Pintor ruso y creador de la escuela lírica del paisaje,

Para cocinar y ver: Tortilla de patata líquida

 

Para la Cebolla:

-Cortar dos cebollas medianas en juliana lo mas fino posible.

-Pochar la cebolla a fuego lento en una cazuela con aceite de oliva (tiene que quedar oscura).

-Poner a punto de sal.

 

Para la espuma caliente de patata:

-Pelar 250 g de patata, cortar en trozos, poner en una cazuela cubierta de agua y cocerlas, guardando el agua de cocción.

-Triturar bien los 250 g de patata hervida con un decilitro de agua de hervir las patatas. Añadir una cucharada de nata, volver a triturar, añadir tres cucharadas de aceite de oliva, poner a punto de sal y añadir una pizca de pimienta.

-Colar el puré de patatas, llenar un sifón de ½ litro (dejando ¼ parte vacía).

-Cargar el sifón de espuma con una carga de aire y reservar.

-Antes de que lleguen los invitados mantener el sifón con la espuma en un baño maría sin que llegue a hervir el agua.

 

 Thomas Demand

 

Para el sabayón:

-Emulsionar dos yemas de huevo con dos cucharadas de agua caliente batiendo enérgicamente hasta que se monte.

 

Montaje:

-Justo antes de servir la tortilla colocar un poco de cebolla en el fondo de la copa (también puede presentarse en una taza, vaso o un cuenco).

-Poner encima un poco de sabayón (las yemas de huevo).

-Por ultimo aplicar despacio la espuma de patata caliente para que no se mezclen las tres capas. Si es necesario se puede sacar un poco de aire del sifón, poniéndolo boca arriba, tapando con un paño y apretando suavemente.

 

 

Receta: De Ferran Adrià, El Bulli, en honor al cierre de su restaurante durante 2012 y 2013 anunciado ayer en el Congreso Madrid Fusión. El padrino de la cocina molecular, para muchos “El Duchamp” de la cocina, tendrá tiempo para re-revolucionar las gastronomía.

 

Imagen: “Kitchen” de Thomas Demand, fechada en 2004. El fotógrafo contemporáneo alemán que contradice la veracidad de sus imágenes mediante su alevosa construcción…

 

Collage Pipenta: letras de Goeritz endulzadas con un Corinth

El arte oración contra el arte mierda

L’art priere contre l’art merde

1960

 

Comprendan que se trata de la lucha del ARTE-ORACIÓN contra el arte-mierda. Presten atención:

 

el arte mierda es el truco;

la moda del instante,

es el erotismo fastidioso e impotente,

la propaganda fastidiosa del surrealismo

intelectual y materialista,

el egocentrismo consciente y subconsciente,

el expresionismo gratuito –figurativo o abstracto–,

la broma dizque “profunda”,

la lógica y el espíritu sofisticado,

el funcionalismo vulgar,

el racionalismo pretencioso,

la autodestrucción mecánica o individual,

la luna conquistada,

el cálculo decorativo,

es toda la pornografía divertida y caótica

del individualismo,

la glorificación del ego,

la crueldad, la vanidad, la ambición,

la violencia,

el “bluff”

y la –mierda misma.

 

 Lovis Corinth

 

 

EL ARTE ORACIÓN ¡es todo lo contrario!

Es la pirámide

la catedral,

el ideal,

el amor místico o humano,

la abundancia del corazón,

la imagen de la nada y del todo,

la lucha contra el ego y en pro de Dios,

la rebelión del DADÁ contra la incredulidad,

el sol nunca alcanzado,

la crucifixión de la vanidad y de la ambición,

la ley interior de la fe,

la forma y el color como expresión de adoración,

lo monocromático expresando lo metafísico,

la experiencia emocional,

la línea, que con su modestia crea el

mundo de la fantasía espiritual,

la irracional y absurda belleza del canto gregoriano,

el servicio y la entrega absolutas:

ése es el arte

ésa es la ORACIÓN

 

Desde hace algunos años, nos perseguimos con artificiosidades del arte-mierda que se encuentra en galerías oficiales y particulares, en casas elegantes y en museos.

 

Texto: de Mathias Goeritz. Manifiesto distribuido durante su exposición La pyramide mexicaine en París, exhibida en la Galerie Iris Clert, del 10 al 27 de mayo de 1960.

Imagen: de Lovis Corinth (1858-1925 nacido en Tapiau, al este de Prusia). Pieza: “Porträt des Malers Eugène Gorge” de 1884, óleo sobre tela. Se agradece el descubrimiento del increíble pintor a uno de sus fanáticos, otro gran artista visual y vecino de la Colonia Escandón en ciudad de México.

 

Collage Pipenta

 

 Richard Long

 

“Y yo que ya no creía en Dios dejé de creer en la ley de gravedad”

Fernando Vallejo (La Virgen de los Sicarios)

 

Grita el tango y un pie y otro pie delante y de prisa de prisa de prisa que el enojo no espera y no sé de quien huyo, del perro que ladra en la cochera del taller mecánico o de lo que duele hoy mientras camino cruzando la ciudad por la noche y porque sí, que caminar enojado, encabronado, encolerizado e iracundo es contemplar el espacio como una mecha encendida en la mano del guerrillero. Dos audífonos blancos, los viejos tenis y el cabello medio trenzado con liga encontrada en la banqueta para dividir el sudor del ejercicio del sudor caluroso. Aquí ya no hay brisa: sólo algo más que un sofoco y no son las hormonas. La ciudad es un barranco donde todo cae encimándose. Se abre el concreto y en sus adentros se derrumban la pintura blanca que divide los carriles, llantas, carrocería, conductor y dos niños feos riendo desde el asiento trasero; el poste, cables de luz, hotel, restaurante y sus meseros; valet parking, cocina, las ratas de la cocina, salero, árbol de la banqueta, banqueta, perro con correa. Las cosas encuentran sus dimensiones faltantes y las líneas sobre el suelo que indican paso de peatones se levantan para aventarse, pobres suicidas, al fondo del barranco ajustando espacio entre la cama del hotel y un espejo retrovisor. No. En la ciudad ya no hay vacío, es un mito que se inventó el sistema para distraernos de la crisis económica. Recorro una gran avenida, desde La Minerva hasta mi casa por López Mateos y esa cosa extraña que hunde el estómago, esa sensación de vacío que nos comunica… Y hoy mientras se camina encabronado entiendo que el hueco que portamos ya lo llenamos hace cientos de años con círculos, cuadrados y siete u ocho triángulos: la ciudad atiborrada de cosas y colmada de imágenes. Ya pintamos el agujero de todos colores y agregamos un tono gris claro encima para acentuar sus veladuras. “Separado de él y en él hundido recuerdo que lo llevo todo el día como cárcel de fiebre que me oprime, como labios que dicen otras frases, como instinto que burla mis deseos (…) yo lo percibo como carne intrusa como dolencia de una llaga ajena, cómplice de un destino que no entiendo, mudez que no lesiona mi palabra, verdugo en anestesia secuestrado.” Elías Nandino (Nocturno Cuerpo). Soy la luz amarilla y mugrosa bajando del poste, incandescente. Así cruzo la calle y aviento lo que me queda de dignidad y de memoria, al fin y al cabo en la ciudad ya ni las usamos.

 

Texto de: Dolores Garnica.

Imagen de: Richard Long, escultor, escritor y pintor inglés. Uno artistas visuales adscritos al Land Art. El trabajo de Long consiste en caminar dejando un rastro visual de su recorrido, a veces en línea recta, en espiral o en círculos. Pieza: «A line made by walking», Inglaterra, 1967.