La novela zombi de Antonio Ortuño

(Este texto lo leí en la presentación de Ánima, de Antonio Ortuño, en la Feria de Minería, el 23 de febrero). (En otro post, el texto que leyó Antonio sobre la novela).

Es de buen gusto que los presentadores de un libro en presencia de su autor hablen maravillas de la obra y de su escritor. Que digan cuánto les ha gustado la nueva pieza y enumeren los motivos por los que admiran al responsable. Yo no estoy aquí para romper tradiciones.

No soy crítico ni escribo en revistas literarias ni soy el lector más voraz de los que están aquí reunidos. Soy, más bien, un privilegiado por haber compartido con Antonio muchos años como colegas en la mezquina profesión del periodismo y, sobre todo, muchos años de buena amistad.

Gracias, Antonio, por la invitación a acompañarte esta tarde en la Feria de Minería. Y gracias a todos por estar aquí.

Ser amigo de Antonio me ha permitido leer sus libros aún en calidad de manuscritos. La única excepción ha sido Ánima. Y no sé si fue el factor sorpresa; si fue la delirante película de zombies que es la vida y la obra del Gato Vera, protagonista de la novela, o saberme cómplice de la reverencia de Antonio al gran Rigo. (Encontrarán su nombre en la dedicatoria de la página 15, abajo de la gran Olivia).

No sé. Sólo puedo decir que Ánima me encantó y que, al terminar su lectura, no dudé en incluirla entre mis novelas favoritas.

Para colmo, es una linda coincidencia que Ánima esté publicada en Mondadori, donde se encuentran dos títulos de mi biblioteca íntima más reciente: La carretera, de McCarthy, y La maravillosa vida breve de Óscar Wao, de Junot Díaz.

Elijo mis novelas favoritas más con el corazón que con la razón. Admiro una obra que me provoca emociones: que me hace reír y llorar, que me genera nostalgia o me produce coraje, que me obliga a quedarme con ella incluso cuando hay cosas mundanas que apremian. Con Ánima me pasó eso… y como dice el cliché: mucho más.

Lo advertí en la declaración de motivos: no soy crítico ni escribo en revistas literarias. Y Dios me salve el día que quiera escribir literatura. Soy apenas un lector. Y en el caso de Ánima, uno afortunado: conocí a Rigo por culpa de los rufianes a los que Antonio agradece en la página 251. Pasaba la medianoche de un lunes o martes o miércoles, los mejores días para hacer fiesta de periodistas, cuando Zelig y Payó me pidieron que los llevara a casa de Rigo. Querían pedirle algo. Un algo. Lo que fuera. Llegamos a su casa en mi vocho y Zelig golpeó a la ventana. Del otro lado, un Rigo adormilado movió la cortina, reconoció a los despertadores y preguntó el asunto a tratar.

Nunca supe en qué negocio me había involucrado, pero esos minutos en la noche bastaron para que Rigo me volviera parte de la familia. Si no la más cercana, sí a la que él trataba con cordialidad y generosidad. Con los años, Rigo se volvió un personaje común: me saludaba en la universidad, en las ferias de cómics y de libros, en funciones de cine. Actuaba como si me conociera de toda la vida.

Cuando murió, en julio de 2009, sus amigos lo despidieron con música punk, alcohol para un ejército de hígados recios y, lo más importante, anécdotas suficientes para llenar algunos libros. Antonio puede describir mejor esa noche: fue uno de sus incitadores. No recuerdo por qué no participé, me lo sigo reprochando. Me habría gustado despedir así a un tipo capaz de vender el único aparato electrónico de su casa para pagar el salario de sus esbirros o emplear sus ahorros para comprar pizzas para el equipo.

Ánima es, de principio a fin, una reverencia: a la generosidad de Rigo, a la obsesión por el cine y la animación, a las ganas de nadar a contracorriente.

Quizá Antonio me dé unos puñetazos después de esto, porque incluso para mí suena pedante, pero Ánima es una novela que aspira a lo universal desde lo local. Quiero evitar la solemnidad, pero no encuentro otra forma de decirles que a partir de personajes bien reales, en una ciudad bien real, Ortuño construyó una historia del fracaso y la obstinación, de la terquedad de construir desde la periferia, una fascinación por la amistad y la posibilidad de elegir a la familia. Una historia de la lealtad. Y esos tópicos no son exclusivos de una comunidad particular.

Conocí a Antonio en el año 2001. Era parte de la bola de truhanes con los que me formé en el periodismo, en el extinto periódico Público: Juan Carlos Zelig, Mariño González, Bernardo Esquinca, Francisco Payó González. Quisiera presumirles que hoy son todos personas de bien, en el ideal occidental del éxito. Pero sólo constato que eran, o venían saliendo, de un prolongado estado zombi. Y cito a Antonio:

“Tipitos demasiado pobres como para importar a nadie, demasiado mal educados como para no embriagarnos del peor modo y demasiado hambrientos como para no pasar la noche espiándoles los escotes de las chicas”.

El trabajo, las borracheras y las lecturas fortalecieron la amistad de los truhanes en una ciudad con vocación para expectorar a sus ciudadanos, que obliga a tirar cables en el océano para saber que hay vida más allá. Y que es igual que aquí.

Gocé la lectura de Ánima por la dosis de nostalgia que me causó y porque es un retrato de la mala fortuna, de caminar al precipicio y saber que por más que se intente no habrá buenos resultados.

No sé si es, como se preguntan algunas notas de prensa, la “gran obra que la crítica obsesiva espera”. Tampoco sé si es “la menos feroz o la más blanda de las tres” novelas publicadas por Antonio. Apenas tengo la impresión de que es la más divertida, sincera y terrenal, la que reverencia a un amigo, y quizá la más autobiográfica: la novela más zombi de Antonio.

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