Noticia necrológica en cuatro partes. Notas sobre Santa Evita, de Tomás Eloy Martínez

1. Fijación cadavérica

Hay historias que se vuelen a repetir o que, en el fondo, llevan el aroma de un cuento ya contado. 32 años y 108 días después de su muerte, Juan Domingo Perón volvió a generar ampollas… y disturbios callejeros. Fue el 17 de octubre de 2006. Hubo chispas y balazos. Hubo heridos. Hubo detenidos. Y todo por el cadáver del General fallecido el 1 de julio de 1974. El mismo cadáver que en 1987 perdió las manos cuando los necrófilos —o fanáticos desahuciados— profanaron su tumba. El mismo cadáver de quien en vida promovió otro melodrama cadavérico, el de su esposa Eva Duarte.

Conviene una cita de Bolaño:

“Tengo una buena y una mala noticia. La buena es que existe vida (o algo parecido) después de la vida. La mala es que Jean-Claude Villeneuve es necrófilo” (“El retorno”, en Putas asesinas, Anagrama, Barcelona, 2001).

Aunque en la historia verificable no existe ningún Jean-Claude Villeneuve, muchos argentinos podrían representar el papel del exótico millonario dibujado por Bolaño. Así pasó con el cuerpo de Evita, perdido y hallado en el templo del absurdo 17 años después de su muerte: descansaba en Milán, fue llevado a España y luego, tras el regreso de Perón a Argentina, enterrado en el cementerio de La Recoleta, “bajo tres planchas de acero de diez centímetros, detrás de rejas de acero, puertas blindadas, leones de mármol” (Tomás Eloy Martínez, Santa Evita, Alfaguara, 2002). Así pasó con las manos del propio General, arrebatadas con alevosía y ventaja del panteón de la Chacarita, donde el ilustre político esperó durante años el traslado a su finca familiar de San Vicente, 52 kilómetros al sur de Buenos Aires. El desplazamiento sucedió el martes 17 de octubre de 2006. La procesión terminó en trifulca. Fueron cuatro tiroteos. Fueron unos 50 heridos (según cuenta Clarín, ninguno de bala). Fueron golpes, patadas, enfrentamientos campales. Fueron 350 policías para más de cien mil curiosos por el traslado de los restos de Perón. Y fueron 32 años y 108 días de un drama que, si el Villeneuve de Bolaño existe, seguramente volverán a repetirse.

Lo había dicho el presidente provisional Pedro Eugenio de Aramburu cuando ordenó al coronel Carlos Eugenio de Moori Koenig, en septiembre de 1955, desaparecer el cuerpo embalsamado de Eva María Duarte de Perón:

“Cada vez que en este país hay un cadáver de por medio, la historia se vuelve loca” (Martínez, ibid, p. 26).

Días después, siguiendo la novela de Martínez, De Moori Koenig dijo al embalsamador Pedro Ara, encargado de los trabajos de conservación del cuerpo de Eva Duarte:

“Usted sabe muy bien lo que está en juego. No es el cadáver de esa mujer sino el destino de la Argentina. O las dos cosas, que a tanta gente le parecen una. Vaya a saber cómo el cuerpo muerto e inútil de Eva Duarte se ha ido confundiendo con el país. No para las personas como usted o como yo. Para los miserables, para los ignorantes, para los que están fuera de la historia. Ellos se dejarían matar por el cadáver. Si se hubiera podrido, vaya y pase. Pero al embalsamarlo, usted movió la historia de lugar. Dejó la historia dentro. Quien tenga a la mujer, tiene al país en un puño, ¿se da cuenta? El gobierno no puede permitir que un cuerpo así ande a la deriva”.

2. Los juegos de la memoria

Tomás Eloy Martínez se engendró como periodista en su natal Argentina. Después, por uno de los violentos vuelcos de la vida, terminó novelista. Escribió trece libros, entre ensayo, crónica periodística y novelas. Destaca el título Ficciones verdaderas, publicado en 2000, que contiene en la contratapa de la edición en Planeta lo siguiente:

“Martínez ha selecionado —tras una búsqueda ardua, sensible e inteligente— una serie de textos en los cuales los hechos que signan una época encuentran en la ficción una flecha que hace blanco en el imaginario común. Entonces la ficción rescata el pasado, se lo apropia, lo ilumina y enrique el presente. Si todo texto establece algún tipo de pacto con su lector, es en las ficciones verdaderas donde ese pacto afianza el vínculo: la complicidad entre autor y lector hace posible que la literatura ofrezca la posibilidad de leer la realidad de otro modo”.

Santa Evita se lee como una investigación periodística presentada con las características del periodismo narrativo, porque Martínez era un convencido de que “el periodismo narrativo es, necesariamente, un producto literario. Pero es diferente a la literatura. El periodismo narrativo está basado, fundado y fundamentado por la certeza. Por sobre lo que cada uno cree, de buena fe, que es la certeza, la verdad. Porque la verdad, como ustedes saben, es relativa. Igual que la objetividad. La verdad como tal no existe. Hay tantas verdades como seres humanos. Nunca dos personas leen el mismo libro” (de la relatoría qe hizo el chileno Juan Pablo Meneses del Taller de Periodismo Narrativo que dictó Martínez del 10 al 13 de agosto de 2004 en Santiago de Chile).

Martínez confía en la relación, el contrato, que se forma (¿o firma?) con el lector para construir un mundo verosímil. Sin las limitaciones de espacio que representan para el periodista el tamaño de la página de una revista o un periódico de papel, el tiempo al aire en radio o televisión, aventura hipótesis y hace conjeturas que, sólo a través del acuerdo entre escritor y lector, pueden parecer más cercanas o incluso verdaderas. Aunque Santa Evita no podría acreditar la rigidez y rigurosidad de la academia, aprueba con diez y nota los parámetros del periodismo y consigue crear un lienzo de múltiples postales para desentrañar una historia que, paradójicamente, no es una sola: es la de todos los entrevistados, todos los documetos citados, todos los datos recabados. Dice Martínez en su novela:

“Yo no sabía aún —y aún faltaba mucho para que lo sintiera— que la realidad no resucita: nace de otro modo, se transfigura, se reinventa a sí misma en las novelas. No sabía que la sintaxis o los tonos de los personajes regresan con otro aire y que, al pasar por los tamices del lenguaje escrito, se vuelven otra cosa”.

Páginas antes, se hace una pregunta y suelta una de muchas confesiones:

“¿Santa Evita iba a ser una novela? No lo sabía y tampoco me importaba. Se me escurrían las tramas, las fijezas de los puntos de vista, las leyes del espacio y de los tiempos. Los personajes conversaban con su voz propia a veces y otras con voz ajena, sólo para explicarme que lo histórico no es siempre histórico, que la verdad nunca es como parece”.

Una idea parecida la tenía, en el siglo XIX, el decano de las letras modernas brasileñas, Joaquim Maria Machado de Assis, quien dejó en la voz de Blas Cubas la siguiente sentencia:

“¡Ah, indiscreta! ¡Ah, ignorantona! Pero si eso mismo es lo que nos hace dueños de la tierra, ese poder de restaurar el pasado, para tocar la inestabilidad de nuestras impresiones y la vanidad de nuestros afectos […] Cada etapa de la vida es una edición, que corrige a la anterior y que será corregida también, hasta la edición definitiva, que el editor obsequia graciosamente a los gusanos”.

Martínez, para respetar el contrato con el lector, en reiteradas ocasiones utiliza expresiones del tipo: así fue como me lo contaron; el diálogo está reconstruido, según el tamiz de mi memoria; es lo que recordaba 30 años después de haberlo vivido:

“Las fuentes en las que se basa esta novela son de confianza dudosa, pero sólo en el sentido en que también lo son la realidad y el lenguaje: se han infiltrado en ellas deslices de la memoria y verdades impuras”

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Y, antes de relatar la entrevista con el artista Mario Cariño sobre la relación de Evita con el cantate Magaldi, Martínez lo deja claro otra vez:

“No sé cuánto de lo que voy a contar ahora es fiel a la verdad. Sé que es fiel a los recuerdos y a su pudor tanto como es infiel a su lenguaje socarrón e indirecto, que a mí me parecía de otro siglo […] La memoria es propensa a la traición”

3. Agua para los molinos

Siguiendo la sentencia de que la memoria es propensa a la traición, es interesante destacar la percepción que tienen tres personajes consultados por Martínez sobre la naturaleza y el origen de Eva Duarte de Perón:

El peluquero Julio Alcaraz: “Le fui aclarando el pelo poco a poco. Le acentué las tinturas. Fui peinándola cada vez con más sencillez porque estaba siempre apurada. Me costó trabajo convencerla, porque había andado toda la vida con el pelo suelto. Cuando se quiso acordar, Evita ya era otra. Yo la hice —repitió—. Yo la hice. De la pobre minita que conocí cerca de Mar del Plata hice una diosa. Ella ni se dio cuenta”.

El embalsamador Pedro Ara: “Miro el cuerpo desnudo, sumiso, el paciente cuerpo que desde hace tres años sigue incorrupto gracias a mis cuidados. Soy, aunque Eva no quiera, su Miguel Ángel, su hacedor, el responsible de su vida eterna. Ella es ahora —¿por qué callarlo?— yo. Siento la tentación de inscribirle, sobre el corazón, mi nombre”.

Juan Domingo Perón: “A Evita yo la hice. Cuando se me acercó, era una chica de instrucción escasa, aunque trabajadora y de nobles sentimientos. Con ella me esmeré en el arte de la conducción. A Eva hay que verla como un producto mío”.

Las fuentes de la historia son documentos y testigos; cuando no existen los documentos, se recurre a los testigos, pero ¿qué pasa cuando no existen documentos ni testigos? ¿Y cuando los documentos y los testigos se contradicen? ¿Y cuando todos dicen la verdad, aunque no sea la misma? Un poco de eso revelan las expresiones de Alcaraz, Pedro Ara y Perón: son dueños de una versión que consideran definitiva, la creación del personaje Evita, el real y el imaginario. Cada quien su Evita.

Transcribo la conversación que sostiene Martínez con algunos militares que vigilaron el cuerpo de Evita:

—Leímos la novela suya sobre Perón —aclaró Corominas—. No es verdad que el cuerpo de esa persona estuvo en Bonn.

[…]—Como usted dijo, es una novela —expliqué—. En las novelas, lo que es verdad también es mentira. Los autores construyen a la noche los mismos mitos que han destruido por la mañana.

—Ésas son palabras —insistió Corominas—. A mí no me convencen. Lo único que valen son los hechos y una novela es, después de todo, un hecho. Pero el cadáver de esa persona nunca estuvo en Bonn. De Moori Koenig no lo enterró. Ni siquiera pudo saber dónde estaba.

4. Martínez, periodista

Fernando Curiel Defossé considera que “el historiador reconstruye, el literato intuye; el historiador maneja datos, masas documentales, el literato pulsiones; el historiador teje, el literato deshila; el historiador demuestra, el literato prestidigita” (“Imaginar la historia”, en El historiador frente a la historia: historia y literatura, de Federico Navarrete Linares, UNAM, 2003). Pero ¿qué pasa cuando el novelista es periodista?

Dice Mario Vargas Llosa: “Como todo puede ser novela, Santa Evita lo es también, pero siendo, al mismo tiempo, una biografía, un mural sociopolítico, un reportaje, un documento histórico, una fantasía histérica, una carcajada surrealista y un radioteatro tierno y conmovedor” (en el suplemento Cultura de La Nación). Y Martínez logra el alebrije literario porque se engendró periodista, aunque haya terminado novelista. ¿Haya terminado?