Mejor el silencio que el teatro. Notas sobre El gesticulador, de Rodolfo Usigli

Se había realizado un milagro y, según la profecía de Gómez de la Vega, había nacido el teatro mexicano de nuestro tiempo. Poco me importa que se haya tratado de una obra mía, lo juro por las cenizas de mi madre
Rodolfo Usigli, 1961

Hay personas que mueren al menos dos veces. O varias más, si se consideran distintas vías para alcanzar el Otro Mundo además de la parálisis cardiaca. César Rubio, el protagonista de El gesticulador, desapareció mínimo tres veces de la faz de la Tierra: la primera, el 17 de noviembre de 1914, en la sierra de Nuevo León, cuando se dirigía a Monterrey con la intención de encontrarse con el general Carranza; la segunda, por el olvido con que le recompensaron sus compañeros revolucionarios, y la tercera, en la jornada electoral de 1938 en el municipio de Allende, en un estado del “Norte del país”.

César Rubio encontró sus muertes porque las merecía: por desafiar a los caudillos y a los gestores de la Revolución. Como general, enfrentó a los enemigos más violentos y desleales, que compraron a su secretario particular para que éste lo liquidara a mitad de las montañas. Como profesor universitario, intentó arrebatarle el triunfo al Candidato, al ungido por el gobernador saliente. En la mejor tradición de la tragedia, César Rubio —el general y el académico— encuentra dos veces la muerte a manos del mismo hombre: Navarro. Sobre la muerte representada por el olvido, ésta es consecuencia inmediata de la osadía: la del general, por soñar con una Revolución idealista; la del académico, por soñar con un mundo “honrado”.

A Rodolfo Usigli se le considera el iniciador de un teatro nacional moderno (Paz, 1991; Domínguez Michael, 2006) y de una dramaturgia que se sacude el lastre del siglo XIX (Monsiváis, 2002). Forma parte de una generación interesada por la construcción de una identidad mexicana y, a la par, preocupada por el destino de la Revolución de 1910, pervertida al extremo por el partido resultante de la lucha armada: Xavier Villaurrutia, Diego Rivera, Daniel Cosío Villegas, Jorge Cuesta, José Revueltas, Octavio Paz. Y, como algunos de sus contemporáneos, Usigli vive de las cuotas y concesiones del poder: durante años trabajó en la Secretaría de Relaciones Exteriores, como agregado cultural, cónsul, representante, secretario o embajador. Trabajó en el Servicio Exterior Mexicano de 1944 a 1971.

A pesar de esta dependencia, Usigli es un provocador. En El gesticulador —la pieza teatral más célebre de las 39 que compuso entre 1929 y 1972—, critica principalmente dos lastres del Partido Revolucionario de la Nación: la idolatría política hacia los generales sobrevivientes de la Revolución y las formas “democráticas” del grupo en el poder. “El Partido, como el instituto político encargado de velar por la inviolabilidad de los comicios, ve en la reaparición de usted [César Rubio] una oportunidad para que surja en el Estado una noble competencia política por la gubernatura. Sin desconocer la cualidades del precandidato General Navarro, prefiere que el pueblo elija entre dos o más candidatos, para mayor esplendor del ejercicio democrático”, señala el licenciado Estrella, delegado del partido en Allende, al profesor César Rubio.

Usigli —quien también escribió ensayo literario, poesía y narrativa— se apropia del relato histórico y, con base en él, reconstruye situaciones e inscribe nuevos personajes y episodios. Ahí aparece César Rubio, un personaje ficticio que bien podría llevar el nombre de una calle en honor a la construcción del imaginario social mexicano, un tema muy relacionado con la época de aparición de El gesticulador en 1938: cuatro años antes, Samuel Ramos publicó El perfil del hombre y la cultura en México; Diego Rivera recién terminaba su fresco sobre la historia de México en el Palacio Nacional; tres años después del estreno de El gesticulador en el Palacio de Bellas Artes (17 de mayo de 1947), Octavio Paz presentó El laberinto de la soledad. Para agregar una verosimilitud tácita a sus personajes, Usigli ancla su ficción con curiosidades históricas, como la desaparición de Ambrose Bierce durante su incursión en la gesta villista, la entrevista de Porfirio Díaz con Creelman y el trabajo de John Reed como cronista durante la Revolución mexicana. (Muchos años después, Carlos Fuentes se nutre de fuentes cercanas para escribir Gringo viejo, 1985, y construir a partir del caso Bierce la historia de una víctima del triunfo de la ambición personal y la mentira).

Respecto a la idiosincrasia nacional, Usigli presenta a un César Rubio catedrático, especialista en la historia de la Revolución mexicana, quien gana cuatro pesos diarios y tiene que aparentar constantemente un estatus más cercano, en su lógica, al de un profesor universitario. Sus hijos, jóvenes, están expuestos a las exigencias sociales de su generación: Miguel, 22 años, es un idealista en busca de “la verdad”; Julia, 20, quiere ser bella y agradar a los hombres. La esposa de Rubio, Elena, es una mujer abnegada y totalmente respetuosa de su marido. “Estimo que la señora y la señorita, que representan a la familia mexicana, deben quedarse”, indica Estrella a la delegación enviada por el presidente para convencer al “general César Rubio” de competir por la gubernatura.

La condición trágica de César Rubio, más allá de su ínfima posición social, la constituye el hecho de ser homónimo de un general traicionado y olvidado por la Revolución, a quien roba su paso histórico, convencido de que puede dar continuidad al proyecto social y humanista del militar asesinado. Esto es lo que Usigli llama el dilema del rábano y la guayaba: tener un color por fuera y otro por dentro:

César.—¿Quién es cada uno en México? Dondequiera encuentras impostores, impersonadores, simuladores; asesinos disfrazados de héroes, burgueses disfrazados de líderes; ladrones disfrazados de diputados, ministros disfrazados de sabios, caciques disfrazados de demócratas, charlatanes disfrazados de hombres. ¿Quién les pide cuentas? Todos son unos gesticuladores hipócritas.

Navarro.—Ninguno ha robado, como tú, personalidad de otro.

César.—¿No? Todos usan ideas que no son suyas; todos son como las botellas que se usan en el teatro: con etiqueta de coñac, y rellenas de limonada; otros son rábanos o guayabas: un color por fuera y otro por dentro. Es una cosa del país. Está en toda la historia, que tú no conoces. Pero tú, mírate, tú. Has conocido de cerca de los caudillos de todos los partidos, porque los has servido a todos por la misma razón. Los más puros de entre ellos han necesitado siempre tus manos para cometer sus crímenes, de tu conciencia para recoger sus remordimientos, como un basurero. En vez de aplastarte con el pie, te han dado honores y dinero porque conocías sus secretos y ejecutabas sus bajezas.

Rubio apenas encuentra un momento para la duda moral, pero logra superarla con la idea de dar seguimiento a una obra inconclusa, o mejor dicho: interrumpida. Así, se mimetiza en el personaje del general homónimo y se construye una justificación divina —el futuro de sus hijos—, con la que convence incluso a su esposa, reacia en aceptar la mentira; una permanente voz de la conciencia. Más adelante, los papeles cambian de mano y es Miguel, el idealista que enfrentó a su padre en la Universidad, quien adquiere la posición de pilar de la moral. En su “Gaceta de clausura de El gesticulador” (1961), Rodolfo Usigli comenta que pensó en una secuela, en la que Miguel es senador y aspirante “a la gubernatura local” y Navarro es un “gobernador sin límite”, casado con la ambiciosa Julia.

En su gaceta, Usigli comenta que su obra es criticada por los “falsos izquierdistas”, quienes la ven reaccionaria y conservadora; por los conservadores, quienes encuentran subversión y escándalo; por los militares, quienes repudian al personaje del general Navarro, y por las buenas conciencias del partido, quienes reprochan la crítica al “esplendor de la democracia”.

LA CONSPIRACIÓN DEL OLVIDO

A pesar de las maniobras gubernamentales para sacarla del tablado a las dos semanas de su estreno, El gesticulador fue recibida con entusiasmo por la crítica, se tradujo a distintos idiomas y fue llevada al cine por Emilio El Indio Fernández, bajo el nombre de El impostor. Con los años, la obra de Usigli no “ha trascendido el encierro del aula”: si entre los dramaturgos contemporáneos sus obras “se hallan obsoletas, fechadas, escritas con una técnica ampliamente superada, con un lenguaje tan bien escrito que resulta almidonado para el realismo contemporáneo” (De Ita, “Ciudadano olvidado del teatro”, en El Ángel de Reforma, 13 de noviembre de 2005), entre las generaciones nacidas a partir de 1985 el contenido de El gesticulador refiere momentos prehistóricos.

Es curioso que el profesor César Rubio diga sobre el general homónimo:

“Encontró que lo confundían con Rubio Navarrete, con César Treviño. La popularidad de Carranza, de Zapata, de Villa, sus luchas, habían ahogado el nombre de César Rubio. La conspiración del olvido había triunfado”.

Es curioso porque algo parecido le ha pasado a Usigli, en cuyo centenario de nacimiento, en 2005, fueron pocos los directores que montaron sus obras (De Ita refiere el caso de Fausto Ramírez, de la Universidad de Guadalajara, y una serie de homenajes de la Facultad de Teatro de la Universidad Veracruzana). “Es notorio que, durante el aniversario, lo menos frecuente fueron las representaciones de su obra dramática”, escribió Domínguez Michael en Letras Libres, en enero de 2006: “Mejor el silencio que el teatro”.