Algunas cosas detrás de Ánima, por Antonio Ortuño

Este es el texto que Antonio Ortuño leyó en la presentación de Ánima, su tercera novela, en la Feria de Minería, el 23 de febrero de 2012.

El proceso de escritura de Ánima duró 726 días. Comenzó un 6 de mayo de 2009 y terminó con la captura de los últimos cambios y la entrada a imprenta el 1 de mayo de 2011. No trabajé cada uno de los dichosos 726 días en el texto, aclaro. Recontando factores, como el tiempo dedicado a mi empleo y mi familia, los feriados consagrados íntegramente a escribir o aquellos en los que no daba golpe, los viajes, los catarros incapacitantes, la pereza, la escritura obsesiva, las horas perdidas ante la página inmóvil, las madrugadas de redacción y/o corrección, he promediado en dos el número de horas diarias dedicadas a la novela. Es decir, Ánima se escribió en 1452 horas. Eso da 60.5 días. Si los comparo con los quince vertiginosos días de cocaína en los que Fogwill escribió Los pichiciegos, quedo como un inepto. Si los comparo con los cinco años que dedicó Flaubert a Madame Bovary, quedo peor.

El primer lector del manuscrito original fue mi esposa. El segundo, mi hermano. Antes de que pudieran comentar nada, ya había reescrito o arrojado a la basura la mitad del libro. Por el mismo motivo, los abundantes y bienintencionados comentarios de un amigo, muy entendido en cuestiones de edición, ya no tuvieron lugar en la versión final. Otros leales amigos tuvieron la generosidad de leer el manuscrito en sus diferentes etapas y les debo eterna gratitud. Sobre todo porque hice caso a poco o nada de lo que recomendaron, no porque sea yo el sabio Salomón, sino porque muchos de los cambios propuestos se correspondían a visiones de la literatura que francamente soy incapaz de compartir. Ni modo.

Ánima estuvo bastante cerca de no ser publicada. Una persona que era vital para el trato de edición se leyó el manuscrito, dijo que le parecía “arriesgado y abstracto” y me abandonó a mi suerte. Otra, casi igual de importante, prestó oídos a un consejero inepto y decidió no leerla. Alguien más se tomó la molestia de escribir un artículo para explicar detenidamente que había yo “caído en desgracia” y aprovechó para proponer que el lugar que se suponía que ocuparía en la literatura mexicana se le fuera apartando mejor a su amigo Perengano, que venía cerrando fuerte. Perengano, por cierto, permanece inédito a la fecha, así que me temo que habrá que seguir calentándole el sitial.

La verdad es que todo aquello me afectó de un modo menos acusado del que podría creerse. Primero, porque mi madre enfermó y debí concentrarme más en su atención que en mis andanzas editoriales, y segundo porque el día que un señor escribió en contra mía (y los infaltables chismosos en turno se avinieron a mandarme su filípica) estaba dando yo una conferencia en Manhattan, que es lugar ideal para sentirse omnipotente y me dije: “Yo voy a escribir como me pegue la gana, así que este tipo puede irse a chingar a su puta madre”.

En medio del proceso de estira y afloja con el manuscrito, publiqué un libro de relatos, fui incluido en un listado internacional de autores “prometedores” que se hizo célebre por el número de damnificados que dejó y me fue concedido un reconocimiento junto a un grupo de celebridades que incluía una Miss Universo y un polista argentino que modela calzones. En la premiación me bebí 18 vasos de whisky en las rocas y al día siguiente, a bordo del metrobús y con destino final en Copilco, padecí una alucinación en la que Jesús el Cristo me decía: “Has basado tu causa sobre nada. Ánima nunca verá la luz”.

Pero Jesús el Cristo se equivocó. En el verano del 2010 Ánima llegó a manos de los que, a la postre, serían sus editores y desde el primer momento marchó todo a pedir de boca. Me gustó el trabajo de corrección y hasta quedé contento con la portada, que es más de lo que, por lo general, puede decir un autor de sus libros.

Durante la promoción he respondido alrededor de 80 entrevistas. Cualquiera que haya tenido la ociosidad de ojear más de dos se dará cuenta que declaro lo mismo en todas. De otro modo me habría vuelto orate la primera mañana. Una cantidad considerable de los periodistas con los que charlé efectivamente se leyeron la novela, si omito de la suma al que comenzó su interrogatorio haciéndome preguntas sobre un manual de crianza de sabuesos que compré para mis hijas y que él, por verlo en mis manos y por no haberse preocupado por averiguar quién le pegó a Lucas, tuvo a bien tomar como de mi autoría.

Algunas de tales entrevistas fueron para la televisión, lo cual acrecentó mi fama. Por ejemplo, la carnicera de la vuelta de la casa ya me habla de usted y la señora de la tiendita ubicada frente a la oficina intentó presentarme a la hija divorciada que tiene destapando refrescos.

No puedo quejarme de las reseñas ni de mi inclusión en algunos de esos listados de libros del año, que ofendieron tantísimo a todos aquellos que no aparecieron en ellos. No lo hago porque yo también he firmado reseñas asesinas y porque me parece muy humano que uno considere que una lista de la que se ve excluido ha sido elaborada por débiles mentales.

Muchas cosas más han pasado con Ánima. Por ejemplo, que uno de mis grandes amigos, con quien nos habíamos retirado la palabra desde hacía sus buenos cuatro años y en quien está parcialmente basado un personaje del libro, lo leyó con entusiasmo y, a raíz de ello, reanudamos la amistad por unos meses hasta que, en mitad de una relectura, se dio cuenta de que era yo un miserable.

Alguno de ustedes, quizá, habrá reparado en el hecho de que he hablado del libro y su fortuna pero no del texto y su contenido. Lo he evitado, puesto que ha corrido ya bastante tinta al respecto, mucha de ella proveniente de las dichosas entrevistas en las que he dicho lo mismo una y otra vez, y que es todo lo que se me ha ocurrido sobre lo que aborda el libro, que es la amistad y la enemistad, el arte y su prostitución, la rivalidad y la competencia. Y el hecho de que es un homenaje a un amigo, Rigo Mora, que ocupa en mi personal mitología el lugar que corresponde a Macedonio Fernández en la de Borges o a Jacques Loustalot, el Mayor, en la de Boris Vian.

Quizá lo único que me quede por agregar, luego de agradecer una vez más a los editores, a los amigos que lo toleraron y a sus muchos lectores, es un dato final y casi irrelevante: ya estando en prensa la novela, me arrepentí de haberle retirado al manuscrito una página en la que aparecía el monólogo de un elemento químico, el amoniaco, que justifica con palabras grandilocuentes y un poco absurdas la intoxicación que casi mata del narrador. No es un detalle importante, pero me gusta esa página y si Ánima se reedita algún día, creo que se la pondré de nuevo.

La novela zombi de Antonio Ortuño

(Este texto lo leí en la presentación de Ánima, de Antonio Ortuño, en la Feria de Minería, el 23 de febrero). (En otro post, el texto que leyó Antonio sobre la novela).

Es de buen gusto que los presentadores de un libro en presencia de su autor hablen maravillas de la obra y de su escritor. Que digan cuánto les ha gustado la nueva pieza y enumeren los motivos por los que admiran al responsable. Yo no estoy aquí para romper tradiciones.

No soy crítico ni escribo en revistas literarias ni soy el lector más voraz de los que están aquí reunidos. Soy, más bien, un privilegiado por haber compartido con Antonio muchos años como colegas en la mezquina profesión del periodismo y, sobre todo, muchos años de buena amistad.

Gracias, Antonio, por la invitación a acompañarte esta tarde en la Feria de Minería. Y gracias a todos por estar aquí.

Ser amigo de Antonio me ha permitido leer sus libros aún en calidad de manuscritos. La única excepción ha sido Ánima. Y no sé si fue el factor sorpresa; si fue la delirante película de zombies que es la vida y la obra del Gato Vera, protagonista de la novela, o saberme cómplice de la reverencia de Antonio al gran Rigo. (Encontrarán su nombre en la dedicatoria de la página 15, abajo de la gran Olivia).

No sé. Sólo puedo decir que Ánima me encantó y que, al terminar su lectura, no dudé en incluirla entre mis novelas favoritas.

Para colmo, es una linda coincidencia que Ánima esté publicada en Mondadori, donde se encuentran dos títulos de mi biblioteca íntima más reciente: La carretera, de McCarthy, y La maravillosa vida breve de Óscar Wao, de Junot Díaz.

Elijo mis novelas favoritas más con el corazón que con la razón. Admiro una obra que me provoca emociones: que me hace reír y llorar, que me genera nostalgia o me produce coraje, que me obliga a quedarme con ella incluso cuando hay cosas mundanas que apremian. Con Ánima me pasó eso… y como dice el cliché: mucho más.

Lo advertí en la declaración de motivos: no soy crítico ni escribo en revistas literarias. Y Dios me salve el día que quiera escribir literatura. Soy apenas un lector. Y en el caso de Ánima, uno afortunado: conocí a Rigo por culpa de los rufianes a los que Antonio agradece en la página 251. Pasaba la medianoche de un lunes o martes o miércoles, los mejores días para hacer fiesta de periodistas, cuando Zelig y Payó me pidieron que los llevara a casa de Rigo. Querían pedirle algo. Un algo. Lo que fuera. Llegamos a su casa en mi vocho y Zelig golpeó a la ventana. Del otro lado, un Rigo adormilado movió la cortina, reconoció a los despertadores y preguntó el asunto a tratar.

Nunca supe en qué negocio me había involucrado, pero esos minutos en la noche bastaron para que Rigo me volviera parte de la familia. Si no la más cercana, sí a la que él trataba con cordialidad y generosidad. Con los años, Rigo se volvió un personaje común: me saludaba en la universidad, en las ferias de cómics y de libros, en funciones de cine. Actuaba como si me conociera de toda la vida.

Cuando murió, en julio de 2009, sus amigos lo despidieron con música punk, alcohol para un ejército de hígados recios y, lo más importante, anécdotas suficientes para llenar algunos libros. Antonio puede describir mejor esa noche: fue uno de sus incitadores. No recuerdo por qué no participé, me lo sigo reprochando. Me habría gustado despedir así a un tipo capaz de vender el único aparato electrónico de su casa para pagar el salario de sus esbirros o emplear sus ahorros para comprar pizzas para el equipo.

Ánima es, de principio a fin, una reverencia: a la generosidad de Rigo, a la obsesión por el cine y la animación, a las ganas de nadar a contracorriente.

Quizá Antonio me dé unos puñetazos después de esto, porque incluso para mí suena pedante, pero Ánima es una novela que aspira a lo universal desde lo local. Quiero evitar la solemnidad, pero no encuentro otra forma de decirles que a partir de personajes bien reales, en una ciudad bien real, Ortuño construyó una historia del fracaso y la obstinación, de la terquedad de construir desde la periferia, una fascinación por la amistad y la posibilidad de elegir a la familia. Una historia de la lealtad. Y esos tópicos no son exclusivos de una comunidad particular.

Conocí a Antonio en el año 2001. Era parte de la bola de truhanes con los que me formé en el periodismo, en el extinto periódico Público: Juan Carlos Zelig, Mariño González, Bernardo Esquinca, Francisco Payó González. Quisiera presumirles que hoy son todos personas de bien, en el ideal occidental del éxito. Pero sólo constato que eran, o venían saliendo, de un prolongado estado zombi. Y cito a Antonio:

“Tipitos demasiado pobres como para importar a nadie, demasiado mal educados como para no embriagarnos del peor modo y demasiado hambrientos como para no pasar la noche espiándoles los escotes de las chicas”.

El trabajo, las borracheras y las lecturas fortalecieron la amistad de los truhanes en una ciudad con vocación para expectorar a sus ciudadanos, que obliga a tirar cables en el océano para saber que hay vida más allá. Y que es igual que aquí.

Gocé la lectura de Ánima por la dosis de nostalgia que me causó y porque es un retrato de la mala fortuna, de caminar al precipicio y saber que por más que se intente no habrá buenos resultados.

No sé si es, como se preguntan algunas notas de prensa, la “gran obra que la crítica obsesiva espera”. Tampoco sé si es “la menos feroz o la más blanda de las tres” novelas publicadas por Antonio. Apenas tengo la impresión de que es la más divertida, sincera y terrenal, la que reverencia a un amigo, y quizá la más autobiográfica: la novela más zombi de Antonio.