Noticia necrológica en cuatro partes. Notas sobre Santa Evita, de Tomás Eloy Martínez

1. Fijación cadavérica

Hay historias que se vuelen a repetir o que, en el fondo, llevan el aroma de un cuento ya contado. 32 años y 108 días después de su muerte, Juan Domingo Perón volvió a generar ampollas… y disturbios callejeros. Fue el 17 de octubre de 2006. Hubo chispas y balazos. Hubo heridos. Hubo detenidos. Y todo por el cadáver del General fallecido el 1 de julio de 1974. El mismo cadáver que en 1987 perdió las manos cuando los necrófilos —o fanáticos desahuciados— profanaron su tumba. El mismo cadáver de quien en vida promovió otro melodrama cadavérico, el de su esposa Eva Duarte.

Conviene una cita de Bolaño:

“Tengo una buena y una mala noticia. La buena es que existe vida (o algo parecido) después de la vida. La mala es que Jean-Claude Villeneuve es necrófilo” (“El retorno”, en Putas asesinas, Anagrama, Barcelona, 2001).

Aunque en la historia verificable no existe ningún Jean-Claude Villeneuve, muchos argentinos podrían representar el papel del exótico millonario dibujado por Bolaño. Así pasó con el cuerpo de Evita, perdido y hallado en el templo del absurdo 17 años después de su muerte: descansaba en Milán, fue llevado a España y luego, tras el regreso de Perón a Argentina, enterrado en el cementerio de La Recoleta, “bajo tres planchas de acero de diez centímetros, detrás de rejas de acero, puertas blindadas, leones de mármol” (Tomás Eloy Martínez, Santa Evita, Alfaguara, 2002). Así pasó con las manos del propio General, arrebatadas con alevosía y ventaja del panteón de la Chacarita, donde el ilustre político esperó durante años el traslado a su finca familiar de San Vicente, 52 kilómetros al sur de Buenos Aires. El desplazamiento sucedió el martes 17 de octubre de 2006. La procesión terminó en trifulca. Fueron cuatro tiroteos. Fueron unos 50 heridos (según cuenta Clarín, ninguno de bala). Fueron golpes, patadas, enfrentamientos campales. Fueron 350 policías para más de cien mil curiosos por el traslado de los restos de Perón. Y fueron 32 años y 108 días de un drama que, si el Villeneuve de Bolaño existe, seguramente volverán a repetirse.

Lo había dicho el presidente provisional Pedro Eugenio de Aramburu cuando ordenó al coronel Carlos Eugenio de Moori Koenig, en septiembre de 1955, desaparecer el cuerpo embalsamado de Eva María Duarte de Perón:

“Cada vez que en este país hay un cadáver de por medio, la historia se vuelve loca” (Martínez, ibid, p. 26).

Días después, siguiendo la novela de Martínez, De Moori Koenig dijo al embalsamador Pedro Ara, encargado de los trabajos de conservación del cuerpo de Eva Duarte:

“Usted sabe muy bien lo que está en juego. No es el cadáver de esa mujer sino el destino de la Argentina. O las dos cosas, que a tanta gente le parecen una. Vaya a saber cómo el cuerpo muerto e inútil de Eva Duarte se ha ido confundiendo con el país. No para las personas como usted o como yo. Para los miserables, para los ignorantes, para los que están fuera de la historia. Ellos se dejarían matar por el cadáver. Si se hubiera podrido, vaya y pase. Pero al embalsamarlo, usted movió la historia de lugar. Dejó la historia dentro. Quien tenga a la mujer, tiene al país en un puño, ¿se da cuenta? El gobierno no puede permitir que un cuerpo así ande a la deriva”.

2. Los juegos de la memoria

Tomás Eloy Martínez se engendró como periodista en su natal Argentina. Después, por uno de los violentos vuelcos de la vida, terminó novelista. Escribió trece libros, entre ensayo, crónica periodística y novelas. Destaca el título Ficciones verdaderas, publicado en 2000, que contiene en la contratapa de la edición en Planeta lo siguiente:

“Martínez ha selecionado —tras una búsqueda ardua, sensible e inteligente— una serie de textos en los cuales los hechos que signan una época encuentran en la ficción una flecha que hace blanco en el imaginario común. Entonces la ficción rescata el pasado, se lo apropia, lo ilumina y enrique el presente. Si todo texto establece algún tipo de pacto con su lector, es en las ficciones verdaderas donde ese pacto afianza el vínculo: la complicidad entre autor y lector hace posible que la literatura ofrezca la posibilidad de leer la realidad de otro modo”.

Santa Evita se lee como una investigación periodística presentada con las características del periodismo narrativo, porque Martínez era un convencido de que “el periodismo narrativo es, necesariamente, un producto literario. Pero es diferente a la literatura. El periodismo narrativo está basado, fundado y fundamentado por la certeza. Por sobre lo que cada uno cree, de buena fe, que es la certeza, la verdad. Porque la verdad, como ustedes saben, es relativa. Igual que la objetividad. La verdad como tal no existe. Hay tantas verdades como seres humanos. Nunca dos personas leen el mismo libro” (de la relatoría qe hizo el chileno Juan Pablo Meneses del Taller de Periodismo Narrativo que dictó Martínez del 10 al 13 de agosto de 2004 en Santiago de Chile).

Martínez confía en la relación, el contrato, que se forma (¿o firma?) con el lector para construir un mundo verosímil. Sin las limitaciones de espacio que representan para el periodista el tamaño de la página de una revista o un periódico de papel, el tiempo al aire en radio o televisión, aventura hipótesis y hace conjeturas que, sólo a través del acuerdo entre escritor y lector, pueden parecer más cercanas o incluso verdaderas. Aunque Santa Evita no podría acreditar la rigidez y rigurosidad de la academia, aprueba con diez y nota los parámetros del periodismo y consigue crear un lienzo de múltiples postales para desentrañar una historia que, paradójicamente, no es una sola: es la de todos los entrevistados, todos los documetos citados, todos los datos recabados. Dice Martínez en su novela:

“Yo no sabía aún —y aún faltaba mucho para que lo sintiera— que la realidad no resucita: nace de otro modo, se transfigura, se reinventa a sí misma en las novelas. No sabía que la sintaxis o los tonos de los personajes regresan con otro aire y que, al pasar por los tamices del lenguaje escrito, se vuelven otra cosa”.

Páginas antes, se hace una pregunta y suelta una de muchas confesiones:

“¿Santa Evita iba a ser una novela? No lo sabía y tampoco me importaba. Se me escurrían las tramas, las fijezas de los puntos de vista, las leyes del espacio y de los tiempos. Los personajes conversaban con su voz propia a veces y otras con voz ajena, sólo para explicarme que lo histórico no es siempre histórico, que la verdad nunca es como parece”.

Una idea parecida la tenía, en el siglo XIX, el decano de las letras modernas brasileñas, Joaquim Maria Machado de Assis, quien dejó en la voz de Blas Cubas la siguiente sentencia:

“¡Ah, indiscreta! ¡Ah, ignorantona! Pero si eso mismo es lo que nos hace dueños de la tierra, ese poder de restaurar el pasado, para tocar la inestabilidad de nuestras impresiones y la vanidad de nuestros afectos […] Cada etapa de la vida es una edición, que corrige a la anterior y que será corregida también, hasta la edición definitiva, que el editor obsequia graciosamente a los gusanos”.

Martínez, para respetar el contrato con el lector, en reiteradas ocasiones utiliza expresiones del tipo: así fue como me lo contaron; el diálogo está reconstruido, según el tamiz de mi memoria; es lo que recordaba 30 años después de haberlo vivido:

“Las fuentes en las que se basa esta novela son de confianza dudosa, pero sólo en el sentido en que también lo son la realidad y el lenguaje: se han infiltrado en ellas deslices de la memoria y verdades impuras”

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Y, antes de relatar la entrevista con el artista Mario Cariño sobre la relación de Evita con el cantate Magaldi, Martínez lo deja claro otra vez:

“No sé cuánto de lo que voy a contar ahora es fiel a la verdad. Sé que es fiel a los recuerdos y a su pudor tanto como es infiel a su lenguaje socarrón e indirecto, que a mí me parecía de otro siglo […] La memoria es propensa a la traición”

3. Agua para los molinos

Siguiendo la sentencia de que la memoria es propensa a la traición, es interesante destacar la percepción que tienen tres personajes consultados por Martínez sobre la naturaleza y el origen de Eva Duarte de Perón:

El peluquero Julio Alcaraz: “Le fui aclarando el pelo poco a poco. Le acentué las tinturas. Fui peinándola cada vez con más sencillez porque estaba siempre apurada. Me costó trabajo convencerla, porque había andado toda la vida con el pelo suelto. Cuando se quiso acordar, Evita ya era otra. Yo la hice —repitió—. Yo la hice. De la pobre minita que conocí cerca de Mar del Plata hice una diosa. Ella ni se dio cuenta”.

El embalsamador Pedro Ara: “Miro el cuerpo desnudo, sumiso, el paciente cuerpo que desde hace tres años sigue incorrupto gracias a mis cuidados. Soy, aunque Eva no quiera, su Miguel Ángel, su hacedor, el responsible de su vida eterna. Ella es ahora —¿por qué callarlo?— yo. Siento la tentación de inscribirle, sobre el corazón, mi nombre”.

Juan Domingo Perón: “A Evita yo la hice. Cuando se me acercó, era una chica de instrucción escasa, aunque trabajadora y de nobles sentimientos. Con ella me esmeré en el arte de la conducción. A Eva hay que verla como un producto mío”.

Las fuentes de la historia son documentos y testigos; cuando no existen los documentos, se recurre a los testigos, pero ¿qué pasa cuando no existen documentos ni testigos? ¿Y cuando los documentos y los testigos se contradicen? ¿Y cuando todos dicen la verdad, aunque no sea la misma? Un poco de eso revelan las expresiones de Alcaraz, Pedro Ara y Perón: son dueños de una versión que consideran definitiva, la creación del personaje Evita, el real y el imaginario. Cada quien su Evita.

Transcribo la conversación que sostiene Martínez con algunos militares que vigilaron el cuerpo de Evita:

—Leímos la novela suya sobre Perón —aclaró Corominas—. No es verdad que el cuerpo de esa persona estuvo en Bonn.

[…]—Como usted dijo, es una novela —expliqué—. En las novelas, lo que es verdad también es mentira. Los autores construyen a la noche los mismos mitos que han destruido por la mañana.

—Ésas son palabras —insistió Corominas—. A mí no me convencen. Lo único que valen son los hechos y una novela es, después de todo, un hecho. Pero el cadáver de esa persona nunca estuvo en Bonn. De Moori Koenig no lo enterró. Ni siquiera pudo saber dónde estaba.

4. Martínez, periodista

Fernando Curiel Defossé considera que “el historiador reconstruye, el literato intuye; el historiador maneja datos, masas documentales, el literato pulsiones; el historiador teje, el literato deshila; el historiador demuestra, el literato prestidigita” (“Imaginar la historia”, en El historiador frente a la historia: historia y literatura, de Federico Navarrete Linares, UNAM, 2003). Pero ¿qué pasa cuando el novelista es periodista?

Dice Mario Vargas Llosa: “Como todo puede ser novela, Santa Evita lo es también, pero siendo, al mismo tiempo, una biografía, un mural sociopolítico, un reportaje, un documento histórico, una fantasía histérica, una carcajada surrealista y un radioteatro tierno y conmovedor” (en el suplemento Cultura de La Nación). Y Martínez logra el alebrije literario porque se engendró periodista, aunque haya terminado novelista. ¿Haya terminado?

Mejor el silencio que el teatro. Notas sobre El gesticulador, de Rodolfo Usigli

Se había realizado un milagro y, según la profecía de Gómez de la Vega, había nacido el teatro mexicano de nuestro tiempo. Poco me importa que se haya tratado de una obra mía, lo juro por las cenizas de mi madre
Rodolfo Usigli, 1961

Hay personas que mueren al menos dos veces. O varias más, si se consideran distintas vías para alcanzar el Otro Mundo además de la parálisis cardiaca. César Rubio, el protagonista de El gesticulador, desapareció mínimo tres veces de la faz de la Tierra: la primera, el 17 de noviembre de 1914, en la sierra de Nuevo León, cuando se dirigía a Monterrey con la intención de encontrarse con el general Carranza; la segunda, por el olvido con que le recompensaron sus compañeros revolucionarios, y la tercera, en la jornada electoral de 1938 en el municipio de Allende, en un estado del “Norte del país”.

César Rubio encontró sus muertes porque las merecía: por desafiar a los caudillos y a los gestores de la Revolución. Como general, enfrentó a los enemigos más violentos y desleales, que compraron a su secretario particular para que éste lo liquidara a mitad de las montañas. Como profesor universitario, intentó arrebatarle el triunfo al Candidato, al ungido por el gobernador saliente. En la mejor tradición de la tragedia, César Rubio —el general y el académico— encuentra dos veces la muerte a manos del mismo hombre: Navarro. Sobre la muerte representada por el olvido, ésta es consecuencia inmediata de la osadía: la del general, por soñar con una Revolución idealista; la del académico, por soñar con un mundo “honrado”.

A Rodolfo Usigli se le considera el iniciador de un teatro nacional moderno (Paz, 1991; Domínguez Michael, 2006) y de una dramaturgia que se sacude el lastre del siglo XIX (Monsiváis, 2002). Forma parte de una generación interesada por la construcción de una identidad mexicana y, a la par, preocupada por el destino de la Revolución de 1910, pervertida al extremo por el partido resultante de la lucha armada: Xavier Villaurrutia, Diego Rivera, Daniel Cosío Villegas, Jorge Cuesta, José Revueltas, Octavio Paz. Y, como algunos de sus contemporáneos, Usigli vive de las cuotas y concesiones del poder: durante años trabajó en la Secretaría de Relaciones Exteriores, como agregado cultural, cónsul, representante, secretario o embajador. Trabajó en el Servicio Exterior Mexicano de 1944 a 1971.

A pesar de esta dependencia, Usigli es un provocador. En El gesticulador —la pieza teatral más célebre de las 39 que compuso entre 1929 y 1972—, critica principalmente dos lastres del Partido Revolucionario de la Nación: la idolatría política hacia los generales sobrevivientes de la Revolución y las formas “democráticas” del grupo en el poder. “El Partido, como el instituto político encargado de velar por la inviolabilidad de los comicios, ve en la reaparición de usted [César Rubio] una oportunidad para que surja en el Estado una noble competencia política por la gubernatura. Sin desconocer la cualidades del precandidato General Navarro, prefiere que el pueblo elija entre dos o más candidatos, para mayor esplendor del ejercicio democrático”, señala el licenciado Estrella, delegado del partido en Allende, al profesor César Rubio.

Usigli —quien también escribió ensayo literario, poesía y narrativa— se apropia del relato histórico y, con base en él, reconstruye situaciones e inscribe nuevos personajes y episodios. Ahí aparece César Rubio, un personaje ficticio que bien podría llevar el nombre de una calle en honor a la construcción del imaginario social mexicano, un tema muy relacionado con la época de aparición de El gesticulador en 1938: cuatro años antes, Samuel Ramos publicó El perfil del hombre y la cultura en México; Diego Rivera recién terminaba su fresco sobre la historia de México en el Palacio Nacional; tres años después del estreno de El gesticulador en el Palacio de Bellas Artes (17 de mayo de 1947), Octavio Paz presentó El laberinto de la soledad. Para agregar una verosimilitud tácita a sus personajes, Usigli ancla su ficción con curiosidades históricas, como la desaparición de Ambrose Bierce durante su incursión en la gesta villista, la entrevista de Porfirio Díaz con Creelman y el trabajo de John Reed como cronista durante la Revolución mexicana. (Muchos años después, Carlos Fuentes se nutre de fuentes cercanas para escribir Gringo viejo, 1985, y construir a partir del caso Bierce la historia de una víctima del triunfo de la ambición personal y la mentira).

Respecto a la idiosincrasia nacional, Usigli presenta a un César Rubio catedrático, especialista en la historia de la Revolución mexicana, quien gana cuatro pesos diarios y tiene que aparentar constantemente un estatus más cercano, en su lógica, al de un profesor universitario. Sus hijos, jóvenes, están expuestos a las exigencias sociales de su generación: Miguel, 22 años, es un idealista en busca de “la verdad”; Julia, 20, quiere ser bella y agradar a los hombres. La esposa de Rubio, Elena, es una mujer abnegada y totalmente respetuosa de su marido. “Estimo que la señora y la señorita, que representan a la familia mexicana, deben quedarse”, indica Estrella a la delegación enviada por el presidente para convencer al “general César Rubio” de competir por la gubernatura.

La condición trágica de César Rubio, más allá de su ínfima posición social, la constituye el hecho de ser homónimo de un general traicionado y olvidado por la Revolución, a quien roba su paso histórico, convencido de que puede dar continuidad al proyecto social y humanista del militar asesinado. Esto es lo que Usigli llama el dilema del rábano y la guayaba: tener un color por fuera y otro por dentro:

César.—¿Quién es cada uno en México? Dondequiera encuentras impostores, impersonadores, simuladores; asesinos disfrazados de héroes, burgueses disfrazados de líderes; ladrones disfrazados de diputados, ministros disfrazados de sabios, caciques disfrazados de demócratas, charlatanes disfrazados de hombres. ¿Quién les pide cuentas? Todos son unos gesticuladores hipócritas.

Navarro.—Ninguno ha robado, como tú, personalidad de otro.

César.—¿No? Todos usan ideas que no son suyas; todos son como las botellas que se usan en el teatro: con etiqueta de coñac, y rellenas de limonada; otros son rábanos o guayabas: un color por fuera y otro por dentro. Es una cosa del país. Está en toda la historia, que tú no conoces. Pero tú, mírate, tú. Has conocido de cerca de los caudillos de todos los partidos, porque los has servido a todos por la misma razón. Los más puros de entre ellos han necesitado siempre tus manos para cometer sus crímenes, de tu conciencia para recoger sus remordimientos, como un basurero. En vez de aplastarte con el pie, te han dado honores y dinero porque conocías sus secretos y ejecutabas sus bajezas.

Rubio apenas encuentra un momento para la duda moral, pero logra superarla con la idea de dar seguimiento a una obra inconclusa, o mejor dicho: interrumpida. Así, se mimetiza en el personaje del general homónimo y se construye una justificación divina —el futuro de sus hijos—, con la que convence incluso a su esposa, reacia en aceptar la mentira; una permanente voz de la conciencia. Más adelante, los papeles cambian de mano y es Miguel, el idealista que enfrentó a su padre en la Universidad, quien adquiere la posición de pilar de la moral. En su “Gaceta de clausura de El gesticulador” (1961), Rodolfo Usigli comenta que pensó en una secuela, en la que Miguel es senador y aspirante “a la gubernatura local” y Navarro es un “gobernador sin límite”, casado con la ambiciosa Julia.

En su gaceta, Usigli comenta que su obra es criticada por los “falsos izquierdistas”, quienes la ven reaccionaria y conservadora; por los conservadores, quienes encuentran subversión y escándalo; por los militares, quienes repudian al personaje del general Navarro, y por las buenas conciencias del partido, quienes reprochan la crítica al “esplendor de la democracia”.

LA CONSPIRACIÓN DEL OLVIDO

A pesar de las maniobras gubernamentales para sacarla del tablado a las dos semanas de su estreno, El gesticulador fue recibida con entusiasmo por la crítica, se tradujo a distintos idiomas y fue llevada al cine por Emilio El Indio Fernández, bajo el nombre de El impostor. Con los años, la obra de Usigli no “ha trascendido el encierro del aula”: si entre los dramaturgos contemporáneos sus obras “se hallan obsoletas, fechadas, escritas con una técnica ampliamente superada, con un lenguaje tan bien escrito que resulta almidonado para el realismo contemporáneo” (De Ita, “Ciudadano olvidado del teatro”, en El Ángel de Reforma, 13 de noviembre de 2005), entre las generaciones nacidas a partir de 1985 el contenido de El gesticulador refiere momentos prehistóricos.

Es curioso que el profesor César Rubio diga sobre el general homónimo:

“Encontró que lo confundían con Rubio Navarrete, con César Treviño. La popularidad de Carranza, de Zapata, de Villa, sus luchas, habían ahogado el nombre de César Rubio. La conspiración del olvido había triunfado”.

Es curioso porque algo parecido le ha pasado a Usigli, en cuyo centenario de nacimiento, en 2005, fueron pocos los directores que montaron sus obras (De Ita refiere el caso de Fausto Ramírez, de la Universidad de Guadalajara, y una serie de homenajes de la Facultad de Teatro de la Universidad Veracruzana). “Es notorio que, durante el aniversario, lo menos frecuente fueron las representaciones de su obra dramática”, escribió Domínguez Michael en Letras Libres, en enero de 2006: “Mejor el silencio que el teatro”.

Historias salvajes de un muerto. Reflexiones a partir de Amuleto, de Roberto Bolaño

Esa sombra que avanza cuando mi cuerpo se detiene soy yo
Francisco Hernández

Hay escritores que mantienen personajes y escenarios como amuletos. Permanecen en ellos como cicatrices hinchadas, que exigen ser tocadas y acariciadas, en público o en sus ratos de divagaciones y devaneos. El brasileño Rubem Fonseca tiene al detective Mandrake y a Río de Janeiro, tan fiel a sus calles y atmósferas como se lo permite su condición de ciudadano carioca. Roberto Bolaño (Santiago de Chile, 1953-Blanes, 2003) es igual y diferente. Tuvo una primera persona que volvía de manera recurrente, convertida en el poeta visceralrealista Arturo Belano o en viajera interesada en casos como los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez, México. Sus personajes fueron espejos de su propio paso por el mundo, corto y fructífero.

Roberto Bolaño, chileno y naturalizado ciudadano del mundo, fue una estrella distante en el firmamento de la literatura hispana. Tan rápido como llegó —o nos dimos cuenta de que había llegado—, su estela iluminó con potencia y pronto se transformó en leyenda, afincada en 17 libros (entre poemarios, novelas y volúmenes de cuentos), además de una cantidad considerable de artículos y discursos —el término charlas es más exacto—. 17 libros contabilizados hasta su muerte. Después vinieron más y más y muchos más, extraídos incluso de las servilletas que posiblemente Bolaño nunca usó.

El big bang del chileno lo produjo su monumental Los detectives salvajes, en 1998, que lo situó como pluma recurrente en España y América Latina. Su carrera oficial comenzó en 1993, con La pista de hielo, una deliciosa novela que cuenta a tres voces el asesinato de una patinadora de Carmen, una cantante vagabunda. Antes, en 1984, publicó Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de James Joyce, en coautoría con Antoni García Porta, y previamente se había presentado como poeta con Gorriones cogiendo altura (1975) y Reinventar el amor (1976). Fue entre 1998 y hasta su muerte, en julio de 2003, cuando Bolaño terminó de abrirse un lugar en la literatura hispana y de construir un puente invisible e indestructible entre México, Chile y España, pasando por casi todos los lugares y personajes y mitos de la América del siglo XX.

Aunque parezca un retruécano, su vida es las historias que aparecen en sus libros y es también la de un personaje inventado para construir la historia reciente de América Latina. Sus amigos Rodrigo Fresán y Javier Cercas, uno argentino y el otro español, incluso se atrevieron a hacerlo personaje en sus novelas Mantra (2001) y Soldados de Salamina (2001), respectivamente.

Y me quedé corto con lo de América Latina: Bolaño también sirvió como faro para la representación histórica de España. En su versión libre de Bolaño, Cercas se construyó un chileno que entrega pistas sobre el republicano Miralles, quien continuó la lucha contra el fascismo en Francia y el norte de África después de la derrota en la Guerra Civil española. Bolaño dedicó un artículo a la novela de Cercas en el diario Las Últimas Noticias y escribió sobre el personaje homónimo:

“Aquí aparece un personaje nuevo, un tal Bolaño, que es escritor y chileno y vive en Blanes, pero que no soy yo, de la misma manera que el Cercas narrador no es Cercas, aunque ambos son posibles e incluso probables” (Roberto Bolaño, Entre paréntesis, edición de Ignacio Echevarría, Anagrama, Barcelona, 2004, p. 177).

La descripción correspondía a nuestro Bolaño, pero se trataba del Bolaño de Cercas. Para concluir el artículo, el autor de Putas asesinas teorizó sobre Soldados de Salamina:

“Su novela juega con el hibridaje, con el ‘relato real’ (que el mismo Cercas ha inventado), con la novela histórica, con la novela narrativa hiperobjetiva, sin importarle traicionar cada vez que le conviene estos mismos presupuestos genéricos para deslizarse sin ningún rubor hacia la poesía, hacia la épica, hacia donde sea, pero siempre hacia adelante”.

Precisamente un recurso utilizado por Bolaño en sus libros y novelas, aunque con menor fidelidad hacia los hechos verificables. Un buen ejemplo es Amuleto, cuyos ingredientes más importantes son la poesía y la épica, deslizándose “siempre hacia adelante”. Auxilio Lacouture, protagonista y narradora de esta novela de fantasmas, es una uruguaya “madre de todos los poetas de México y de Latinoamérica” y es la única persona que —aunque sea de manera fortuita— desafía a los granaderos y defiende el último reducto de la autonomía de la UNAM durante la ocupación de septiembre de 1968 (Amuleto, Anagrama, Barcelona, 1999).

En La pista de hielo, Bolaño reúne a tres personajes para hablar del asesinato de la patinadora Nuria Martí. Como guiños explícitos, Bolaño entrega al lector un reflejo defragmentado de su propia vida: Gaspar Heredia es mexicano, Remo Morán, chileno, y Enric Rosquelles, catalán. Por si fuera poco, cada personaje, además de reflejar la patria y los destinos del escritor, comparten con él oficios. Heredia, por ejemplo, es encargado de un camping en Barcelona, uno de los tantos trabajos que ejerció Bolaño para ganarse la vida y que, a la vez, fueron sustento para sus historias.

“He cargado barcos, he sido camarero, recepcionista, basurero, guarda nocturno de un camping, hasta mayordomo. Todo para ser hoy un escritor disciplinado, convencido de que lo más importante para escribir es tener paciencia, mucha paciencia” (página de Roberto Bolaño que mantiene el portal español ClubCultura, consultada el 25 de noviembre).

Es en el currículum de su creador la fuente de inspiración de Gaspar Heredia:

“La mierda, maleable, casi un lenguaje que intentaban vanamente desenmarañar, se hallaba presente en todas sus sobremesas nocturnas. Por ellas supe que la gente se cagaba en las duchas, en el suelo, a ambos lados de la taza del retrete y en el bordillo de ésta, operación de equilibrio preciso, no exenta de cierto virtuosismo sencillo y profundo. Con mierda escribían en las puertas y con mierda ensuciaban los lavamanos. Mierda primero cagada y luego acarreada hacia lugares simbólicos y vistosos: el espejo, la bomba de incendio, los grifos; mierda amasada y luego pegoteada formando figuras de animales (jirafas, elefantes, el ratón Mickey), lemas futbolísticos, órganos del cuerpo (ojos, corazones, penes) (La pista de hielo, Seix Barral, Madrid, 2003, p. 33-34).

Como en el caso de Rubem Fonseca, al autor hay que buscarlo en sus libros y en sus libros hay que buscar los anclajes, aunque Fonseca (Juiz de Fora, 1925) siempre haya negado ser autorreferencial —si el término acepta un buen sentido— a pesar de que su historia de vida coincide en profesiones con las de muchos de sus personajes. Como Fonseca, Bolaño es un enciclopedista sin soberbia ni arrogancia. Bolaño fue, antes que cualquier cosa, lector y eso se demostró en sus libros. En la construcción de Auxilio Lacouture, la narradora en Amuleto, existen referencias a la poesía y a poetas de América Latina y España, anécdotas sobre escritores, referencias históricas e incluso pasajes de la mitología griega. Y sbore este último punto Bolaño describió a Auxilio como “una uruguaya con vocación de griega” (Entre paréntesis, ibid., p. 20). Bolaño, dijo el mexicano Juan Villoro, “participaba en las tertulias con centralidad y podía revelar minucias inauditas sobre la poesía medieval, los asesinos seriales, los trovadores alemanes o los ideólogos de la falange” (El País, 16 de abril de 2003, consultada el 24 de noviembre de 2006).

LA AVENTURA LATINOAMERICANA

Cuando Bolaño ganó en 1999 el Premio Rómulo Gallegos de Novela, aseguró —en el programa de mano que se distribuyó en la ceremonia de entrega— que había olvidado la descomunal Los detectives salvajes y que ahora, libre de sus demonios, se concentraba en “escribir algo nuevo, sin retortijones de vergüenza o arrepentimiento”. En el fondo, la afirmación tenía algo de cierto: Bolaño había olvidado Los detectives salvajes y se preparaba para enfrentar el último reto de su vida: 2666. Sin embargo, algo quedaba como rescoldo de la novela: en sus papeles se encontraba ya un apéndice de Los detectives salvajes, la historia paralela de Auxilio Lacouture, la “madre de la poesía mexicana”. Bolaño calificó este relato como “una novela menor porque está escrita en tono menor” (El País, 8 de junio de 1999, consultada el 23 de noviembre):

“Me gustan las variaciones sobre obra previa porque son el único juego que me permite escapar del enorme aburrimiento que es la literatura de hoy. Es tan aburrida que me pondría a llorar […] La verdad es que los escritores nos damos cuenta demasiado tarde de que la vida es breve. A mí, ya sólo me divierte escribir poesía, variaciones como Amuleto lo más que me sirven es para no aburrirme tanto” (El País, 8 de junio de 1999).

En esta variación sobre el mismo tema, como Ellroy con su Dalia Negra o Fonseca con su Mandrake, los fantasmas cobran vida y se encuentran —en espacios reales del Distrito Federal— con personajes todavía más imaginarios: la fauna bolañesca. La protagonista de este viaje de iniciación trastocado es Auxilio Lacouture, desdentada y con finta de Borola Tacuche, una amalgama entre Dante y Juan Preciado, una uruguaya que atraviesa no los mundos cristianos posteriores a la vida ni los asfixiantes caminos de Comala, sino el espectro de la literatura, el exilio y la política latinoamericanas. Lacouture narra su recorrido por el continente sin salir de la ciudad de México, “porque vivir en el DF es fácil, como todo el mundo sabe o cree o se imagina, pero es fácil sólo si tienes algo de dinero o una beca o una familia o por lo menos un raquítico laburo ocasional y yo no tenía nada” (Amuleto, Anagrama, Barcelona, 1999, p. 22). Así, la poeta Lilian Serpas y su hijo Carlos Coffeen Serpas pueden reaparecer curiosamente en un apartamento de la calle República de El Salvador (Serpas era salvadoreña) y volver a contar una historia que parece propia de la tradición oral: el peregrinar de Lilian por autobuses, bares y cafés para vender reproducciones de la obra de su hijo Carlos.

Las escalas de Lacouture parecen los demonios de la historia latinoamericana: los conflictos universitarios, las revoluciones y los proyectos socialistas, la confrontación de las vanguardias y un mundo de noche y bohemia. Lacouture habla con la pintora surrealista Remedios Varo, catalana avecindada en México: “Me invita a pasar. No recibo muchas visitas, me dice. Yo voy adelante y ella va detrás. Entre, entre, dice y yo avanzo por un pasillo débilmente iluminado” (p. 92);

se desempeña como intendente de los poetas León Felipe y Pedro Garfias, ambos españoles y exiliados en México: “León Felipe se reía, aunque una no sabía muy bien, si he de ser sincera, si se estaba riendo o carraspeando o blasfemando, ese hombre era un volcán, y don Pedro Garfias, en cambio, te miraba y luego desviaba la mirada (una mirada tan triste) y la posaba, no sé, digamos que en un florero o en una estantería llena de libros” (p. 14-15);

transmite anécdotas de la estancia del Che Guevara en México, donde conoció a Fidel Castro y emprendió el viaje a Cuba para hacer la Revolución: “¿Y qué tal era el Che en la cama?, fue lo primero que quise saber. Lilian dijo algo que no entendí. ¿Qué?, dije, ¿qué?, ¿qué? Normal, dijo Lilian con la mirada perdida en las arrugas de su carpeta” (p. 103-104);

difunde la leyenda de Arturito Belano como testigo del terror de la política pinochetista (Belano es el alter ego de Bolaño, quien después de una estancia de trece años en México parte hacia Santiago para apoyar al gobierno de Allende, pero se topa con el golpe de Estado y es encarcelado durante ocho días):

“En el fondo, también se ha de decir, nadie se lo tomaba al pie de la letra. Es decir: la leyenda había partido de mis labios, mis labios ocultos por el dorso de mi mano, y aunque en esencia todo lo que yo había dicho de él cuando él permanecía encerrado en su casa era verdad, por venir de quien venía, de mí, no merecía una credibilidad excesiva. Así son las cosas en este continente. Yo era la madre y me creían, pero tampoco me creían demasiado” (p. 72).

Es un juego que Bolaño conoce y admira de los escritores latinoamericanos: la transformación del vasto territorio en una sola nación, sin nombre, revuelta y confundida. Él mismo lo expresó en su discurso en Caracas de 1999, al recibir el Rómulo Gallegos:

Las otras dos grandes novelas de don Rómulo, Cantaclaro y Canaima, podrían perfectamente ser colombianas, lo que me lleva a pensar que tal vez lo sean, y que bajo mi dislexia acaso se esconda un método, un método semiótico bastardo o grafológico o metasintáctico o fonemático o simplemente un método poético, y que la verdad de la verdad es que Caracas es la capital de Colombia así como Bogotá es la capital de Venezuela, de la misma manera que Bolívar, que es venezolano, muere en Colombia, que también es Venezuela y México y Chile. No sé si entienden a dónde quiero llegar. Pobre negro, por ejemplo, de don Rómulo, es una novela eminentemente peruana. La casa verde, de Vargas Llosa, es una novela colombiano-venezolana. Terra nostra, de Fuentes, es una novela argentina y advierto que mejor no me pregunten en qué baso esta afirmación porque la respuesta sería prolija y aburridora (revista Letras Libres, edición México, octubre de 1999, consultada el 24 de noviembre de 2006).

Para Roberto Bolaño, la noción de identidad en América Latina era un cedazo por el que se colaban todas las identidades, haciendo un ente multicultural aderezado por la presencia eterna de España y su cultura. Un poco en la idea de Mario Benedetti, en la desmitifación de América Latina como una realidad más que como un concepto literario. Y esto se refleja no sólo en Amuleto, sino en prácticamente toda su producción literaria. En la última entrevista publicada antes de su muerte, la de Mónica Maristain para Playboy, Bolaño el diálogo fue así:

MARISTAIN: ¿Usted es chileno, español o mexicano?

BOLAÑO: Soy latinoamericano.

MARISTAIN: ¿Qué es la patria para usted?

BOLAÑO: Lamento darte una respuesta más bien cursi. Mi única patria son mis dos hijos, Lautaro y Alexandra. Y tal vez, pero en segundo plano, algunos instantes, algunas calles, algunos rostros o escenas o libros que están dentro de mí y que algún día olvidaré, que es lo mejor que uno puede hacer con la patria (Entre paréntesis, ibid., p. 331).

Más abajo, Bolaño regresa a esta idea de nacionalidad como la conjunción de espacios y momentos, con un aroma latinoamericano en el fondo y mucha poesía por todos lados:

MARISTAIN: Cierre los ojos, ¿cuál de todos los paisajes de la Latinoamérica que usted recorrió le viene primero a la memoria?

BOLAÑO: Los labios de Lisa en 1974. El camión de mi padre averiado en una carretera del desierto. El pabellón de tuberculosos de un hospital de Cauquenes y mi madre que nos dice a mi hermana y a mí que aguantemos la respiración. Una excursión al Popocatépetl con Lisa, Mara y Vera y alguien más que no recuerdo, aunque sí recuerdo los labios de Lisa, su sonrisa extraordinaria. (Entre paréntesis, ibid., p. 339).

Y regreso al discurso de Caracas, fundamental para entender la noción de identidad en Bolaño:

Y en este punto volvemos como rebotados por un rayo a la b de Bolívar, que no era disléxico y al que no le hubiera disgustado una América Latina unida, un gusto que comparto con el Libertador, pues a mí lo mismo me da que digan que soy chileno, aunque algunos colegas chilenos prefieran verme como mexicano, o que digan que soy mexicano, aunque algunos colegas mexicanos prefieren considerarme español, o, ya de plano, desaparecido en combate, e incluso lo mismo me da que me consideren español, aunque algunos colegas españoles pongan el grito en el cielo y a partir de ahora digan que soy venezolano, nacido en Caracas o Bogotá, cosa que tampoco me disgusta, más bien todo lo contrario (Letras Libres, ibid.)

En la obra de Bolaño la política figura sólo como consecuencia, pero nunca como motivadora. Es un destino irremediable del ser latinoamericano, pero nunca un actor que configure la trama de sus historias; producto de sospecha, de abuso o de control, nunca de configuración emocional. “[Me aburre] el discurso vacío de la izquierda. El discurso vacía de la derecha ya lo doy por descontado” (Entre paréntesis, ibid., p. 339).

En Putas asesinas, el volumen de cuentos publicado en 2001, se encuentra esto que traza una idea general del desgano de Bolaño por inmiscuirse en asuntos políticos:

A la pareja de amigos chilenos, por supuesto, la idea de volver a Chile les resulta seductora. A B le parece una idea atroz. ¿Pero U no era de izquierdas?, pregunta. ¿Pero U no era del MIR? Aunque no lo dice, B compadece a la mujer de U. ¿Por qué una mujer como ésa se ha enamorado de un tipo como aquél? (“Días de 1978”, en Putas asesinas, Anagrama, Barcelona, 2001, p. 67).

LA LEYENDA DE BOLAÑO

La carrera pública de Bolaño duró apenas trece años. Aunque son pocos en la vida de un escritor, fueron suficientes para forjarse una leyenda: la de una estrella distante —figura tomada del libro homónimo que publicó en 1996— que recorrió América Latina hasta nutrirse completamente de su sangre, que leyó a todos los latinoamericanos y españoles (véase la recopilación de artículos Entre paréntesis) y que transmutó en poeta y símbolo de una generación. Y como las leyendas tienen subleyendas, surgidas a partir de la historia central, como divagaciones, desvaríos y desatinos, entre algunos de sus amigos mexicanos —Juan Villoro, Sergio González Rodríguez, Mauricio Montiel Figueiras— puede escucharse una genial. Se dice que a pesar de forjar gran parte de su carácter en México, donde vivió de los 15 a los 34 años (19 años), Bolaño nunca quiso regresar. La razón, la he escuchado con ligeras variaciones, es que no quería perder la idea que, tras su salida del país, se había forjado de México, como un miedo a constatar que la imaginación desfiguró una realidad que, en su mente de literato, siempre fue mejor. O peor.

Recetas para la vida en redes sociales en internet

Admítelo: parte de tu tiempo en línea lo dedicas a las redes sociales en internet. Dijiste que serías un duro, que nunca abrirías una cuenta personal en MySpace ni en Facebook ni mucho menos en Twitter… pero fue inevitable. Tantos de tus amigos estaban ahí que un día te quedaste sin tema de conversación. Y cambiaste tu política.

Los números de la Amipci (Asociación Mexicana de Internet) son claros: en 2010, las redes sociales se volvieron la principal actividad de entretenimiento para los 34.9 millones de mexicanos con acceso a internet. Por primera vez en cinco años, las redes sociales superaron a la todopoderosa manía de descargar canciones. Quizá por la masificación de servicios como Spotify o Grooveshark, que ofrecen la música sin necesidad de llevarla a tu disco duro, o la velocidad de reproducción de un video desde YouTube, gracias a la popularización de la banda ancha.

El caso es que ocho de cada diez usuarios en México utilizan parte de su tiempo en línea (que en promedio es de 3 horas y 32 minutos al día, según el estudio 2011 de la Amipci) para contactar a amigos y conocidos, para interactuar en las redes sociales. Y si no estás entre esos ocho, entonces esta receta no es para ti.

1. AGREGA UN POCO DE FACEBOOK

La red social creada por Mark Zuckerberg en 2004 no sólo es la más popular y la mejor valorada en el ecosistema web, también es la más fácil de usar, con la interfaz más amigable y adictiva. Tiene más de 600 millones de usuarios en el mundo y su valor bursátil podría alcanzar los 100,000 millones de dólares.

Haz un uso consciente: utiliza un retrato de perfil que te identifique, según tu personalidad, y reflexiona sobre las personas a las que admites como tus amigos: si buscas un trabajo en una empresa transnacional, ten en cuenta lo que podría provocar una foto tuya en una fiesta poco convencional. Y si manejas la cuenta de la empresa, piensa dos veces cada palabra que vas a publicar.

Sigue algunos consejos de:

2. SÚMALE INTENSIDAD CON TWITTER

Aunque se trata de un sistema complejo, con claves y códigos para hacer caber tus mensajes en 140 caracteres, es la plataforma de conversación y discusión pública —gritos incluidos— más popular de internet: ahí están los personajes públicos y anónimos, las marcas y las instituciones, obligados todos a responder tus preguntas o ser vapuleados por la turba digital.

Haz un uso consciente: si tu cuenta es personal, toma una decisión sobre su exhibición pública o privada. ¿Qué clase de mensajes escribirás? ¿Quiénes leerán tus mensajes (tu auditorio)? Si es una cuenta institucional, piensa tres veces qué comunicarás a través de ella.

Sigue algunos consejos de:

3. POTENCIALIZA TU IMAGEN PROFESIONAL CON Potencializa tu imagen profesional con LinkedIn

A pesar de que esta red social —activa en Estados Unidos desde 2003— ha penetrado a paso lento en México, su ritmo no ha mermado la seriedad de su objetivo: ser un contacto entre profesionales que quieren ser vistos y considerados para una posición laboral o de negocio. Las agencias de reclutamiento la utilizan como una fuente confiable y permanente y sus foros de discusión son un buen escaparate para mostrar las cualidades y metas de sus usuarios.

Superó los de 100 millones de usuarios en marzo de 2011 y en junio alcanzó un valor bursátil de 6,500 millones de dólares (85 dólares por acción al 28 de junio). Un aval del mercado a su presencia y profesionalismo.

Sigue algunos consejos de:

4. LA CEREZA DEL PASTEL: ABOUT.ME

About.me es una simple tarjeta de presentación en línea, en la que presentarás las ligas a tus otras redes sociales y páginas personales. Es una gran postal para entregar en cualquier reunión profesional o social (todas digitalizadas, claro). About.me cuenta con un excelente SEO (search engine optimization) que garantiza que tu nombre sea visto en las primeras páginas de los principales buscadores.

Sigue algunos consejos de:

  • Tu propia personalidad: qué quieres que los otros sepan de ti.

LECTURAS RECOMENDADAS

Este artículo fue publicado originalmente en la revista Magis, que edita el ITESO.

Poemas de Fernando Pessoa, de Octavio Paz

CANCIONERO

I

Hojas, audible sonrisa,
Apenas rumor de viento.
Si yo te miro y me miras,
¿Quién primero se sonríe?
El primero luego ría.

Ríe y mira de repente,
Lo mira por no mirar,
Entre las hojas tupidas
El son del viento pasar.
Todo es disfraz, todo es viento.

El que mira está mirando
Adonde no ve: se vuelve:
Estamos los dos hablando
Lo que no se conversió.
¿Esto se acaba o empieza?

II

Pasa una nube por el sol.
Una pena para el que ve.
El alma es como girasol:
Sólo mira al que tiene al pie.
¿Cuál hora maligna te enrolla,
Bandera que revuelta ondeas?
Pasa la nube. El sol retorna.
La alegría girasolea.

III

Remolino el viento.
Gira el aire, gira.
A soñar conmigo,
Va mi pensamiento,

Hasta las alturas
De las arboledas,
A sentir sin miedo
Pasar alto el fresco,

A saber que soy
Aquello que quise
Cuando oí decir
Lo que el viento dice.

IV

A la orilla de este río
O en los bordes de aquel otro,
Pasan en fila mis días.
Nada me impide o me impele,
Ni me da calor o frío.

Miro al río y a lo que hace
Cuando no hace nada el río.
Miro los rastros que deja
En su tránsito al borrarse
Lo que se ha quedado atrás.

Miro y mirando medito,
No en la corriente que pasa
Sino en lo que estoy pensando,
Pues lo que miro en el agua
Es no ver que está pasando.

Voy por la orilla del río
Que pasa no sé por dónde
Y a su corriente me fío:
Visto o no visto este río,
Él pasa y yo me confío.

V

Otro, ser otro siempre,
Viajar, perder países,
Vivir un ver constante,
Alma ya sin raíces.

Ir al frente de mí,
Ansia de conseguir,
Ya sin pertenecerme,
La ausencia que es seguir.

¡Viajar así, qué viaje!
Sólo en sus pensamientos
Mi pensamiento viaja:
El resto es tierra y cielo.

VI

Si yo, aunque ninguno fuera,
Pudiese tener sobre la cara
Aquella claridad fugaz
Que aquellos árboles tienen,
Tendrían aquella alegría
Que tienen por fuera las cosas,
Porque la alegría es de la hora
Y se va con el sol cuando enfría.

VII

Soy un evadido.
Luego que nací
En mí me encerraron
Pero yo me fui.

La gente se cansa
Del mismo lugar,
¿De estar en mí mismo
No me he de cansar?

Mi alma me busca
Por montes y valles.
Ojalá que nunca
Mi alma me halle.

Ser uno es cadena,
No ser es ser yo.
Huyéndome vivo
Y así vivo estoy.

VIII

Contemplo lo que no veo.
Es tarde. Avanza lo obscuro.
Todo lo que en mí es deseo
Se detiene frente a un muro.

El cielo es grande en la altura.
La arboleda es su sostén.
El viento por la espesura.
Hojas, presencia en vaivén.

Todo está del otro lado,
Donde no está ni lo pienso.
Y cada ramo agitado
Hace al cielo más inmenso.

Se confunde lo que existe
Con lo que dormido soy.
Nada siento, no estoy triste,
Triste es esto en donde estoy.

IX

Reposa, sobre el trigo
Que ondula, un sol parado.
No me entiendo conmigo,
Ando siempre engañado.

Si yo hubiese logrado
Nunca saber de mí,
Habríame olvidado
De este olvidarme así.

El trigo mece leve
Al sol ajeno, igual.
El alma aquí, ¡qué breve,
Con su bien y su mal!

Poemas transcritos de Obra poética II (1969-1998), de las Obras Completas de Octavio Paz publicadas por el Fondo de Cultura Económica, en 2004.