Esto sí es un Complot

Nina Complot

El fin del mundo está cerca. Y será, como dijo Lemony Snicket, una serie de eventos desafortunados: una anciana encenderá una aspiradora en la planta alta de un edificio de departamentos. El ruido molestará al vecino de abajo, que a su vez despertará al bebé de los vecinos que, como consecuencia, molestará a los vecinos y así hasta que una colilla de cigarros vaya a parar a una pipa de gasolina estacionada afuera de un consulado, que desencadenará una guerra nuclear. Y todo esto tendrá un color: verde. Verde como la portada del libro Nina Complot, autoría de Karen Chacek e ilustrado por Abraham Balcázar y que es, para más seña, la novedad editorial de Almadía.

La también autora de Una mascota inesperada cuenta que su nuevo libro nació como una especie de venganza personal contra una vecina suya amante de las aspiradoras ruidosas que, para completar, tenía ocho pericos. «Me volvía loca. Tenía dos alternativas: subir a su departamento y causar destrosos o buscar una salida imaginativa», cuenta Chacek. Evidentemente, optó por la segunda: creo la historia de Nina Complot, una niña que hereda de su padre el gusto por reír de las idioteces que cada tanto hacen los adultos.

Enfrentar el problema con un proceso creativo, dice Karen, es parte de un mecanismo de supervivencia. «La imaginación es nuestro instrumento por excelencia para encarar buenos y malos momentos, aunque a veces se nos olvida». Añade también que para echar a bolar la imaginación no es indispensable que todas las historias para los pequeños tengan que ser como burbujas que evadan la realidad. «Nina busca decirle al niño, o recordarle, que en el mundo cotidiano puede hechar a volar su imaginación.  No es necesario estar  sumergido en mundo ideal para poder volar libremente».

Con dos libros infantiles en su haber, Karen Chacek asegura que estos tiempos que corren son ideales para la literatura infantil porque las editoriales están promoviendo los libros como un juguete más. «Se está quitando esa asociación que liga la lectura con sólo el estudio o a un afán de aleccionar a los niños», dice la escritora. Y aquí estamos de acuerdo.

Hizo preguntas y luego escribió el post: Turco Viejo

Para contemplar: Luis Camnitzer

Luis Camnitzer

Imagen: “Esto es un espejo, usted es una frase escrita” de Luis Camnitzer, pieza fechada entre 1966 y 1973. Maravilla encontrada tres horas antes de una entrevista con el artista y crítico de arte uruguayo, que impartirá la segunda Cátedra de Arte Instituto Cultural Cabañas (la primera fue de Robert Storr) el lunes 8 de febrero a las 20:30 horas en el Patio de los Naranjos.

Ya viene, ya casi: Fuera de Lugar, el Podcast

Las chicas en la foto están atentas. Observan la inminente llegada de uno de los regresos más esperados de la temporada: Fuera de Lugar, el Podcast. No, el Turco Viejo no estaba muerto. Lamentablemente tampoco de parranda. Y está de regreso.

Luego del abrupto final de la primera temporada, estamos listos para regresar al micrófono para tundirles de balonazos el oído. La cita es el sábado 6 de febrero a las 9:00 horas. Tempranito, para que se quiten las lagañas. Podrán seguirnos por el Ustream, por supuesto, y si optan por hacerlo así entonces prepárense para la maratón: después del Fuera de Lugar se arrancan los Diarios del Versus, a cargo del sensei Coyote, y después la grabación del podcast de la revista KY, con voz de David Izazaga.

Un sábado apestosamente gigante.

Ya viene.

Ya casi.

La Güera del Tec

Célebre en el idearo colectivo de toda una generación es la famosa Encuerada de Avándaro, una chica que, entre el rock y la mota que abundaron en el legendario Festival Rock y Ruedas, decidió mostrar sus encantos allá en el lejano 1971. Se dice que la chica se llamaba Alma Rosa González y era oriunda de Monterrey.

¿Y qué hace Avándaro en este Fuera de Lugar? Bueno, pues nos acordamos de la Encuerada de Avándaro porque otra chica, también en Monterrey aunque procedente de Estados Unidos, está haciendo las delicias de los aficionados a los Rayados: decidió celebrar la segunda anotación del Monterrey enseñando sus muy generosos pechos a todo aquel que los quisiera ver. Como la de Avándaro, la ahora famosa Güera del Tec —que, dicen, se llama Katherine Spencer— tuvo que afrontar las consecuencias: la policía se la llevó y tuvo que pagar 600 pesos de multa. Para reponerse, ahora está subastando los accesorios que llevaba ese día, es decir, la playera y el gorro. Los pechos, suponemos, los guardará para una emergencia mayor.

¿Ustedes quieren ver? Pues vean.

Y aquí otra versión, que es la misma que teníamos ayer y que tiraron de YouTube.

Quizá

Es tristeza, pero también nostalgia por los cafés y las cervezas que se fueron con los planes. En este largo fin de semana murió César Vázquez Navarro, museógrafo y curador del Museo de las Artes de la Universidad de Guadalajara. Apenas 35 años. Disciplinado visitante de exposiciones (una de las dos personas cuya firma encontraba en todos los cuadernos de visitas), agudo crítico del arte contemporáneo y atento emprendedor en busca de su difusión y producción. Fundador, junto a Artemio García Uribe, del Laboratorio 930, uno de los foros de creación más interesantes en Guadalajara.

César Vázquez sabía agradecer. Narraba lo mucho que había aprendido de Carlos Ashida y de Ricardo Duarte, dos exdirectores del Museo de las Artes. Complacido definía la última curaduría de Alicia Lozano. Explicaba con una sonrisa en el rostro lo bueno y lo malo de la última exposición en el Museo de Arte de Zapopan, en la Oficina para Proyectos de Arte (OPA), en el Guggenheim de Bilbao o en la Saatchi de Nueva York, que recorría aunque fuera por Internet. Viajaba para ver más arte. Contaba emocionado cómo resolvía la pieza que no cabía en el muro o la disposición de un edificio cuya nave se vería por fuera del museo. También veía boquiabierto los Picassos que sacábamos de las cajas durante aquella Feria Internacional del Libro de Guadalajara, aunque fueran grabados. Peleaba, sí, luchaba y se esforzaba, resistía junto a Artemio por cada uno de sus proyectos que iban más allá de la museografía y que hacían tan bien en el Laboratorio 930. El dúo logró curar tan estupendas exposiciones como la de Cynthia Gutiérrez o la Emanuel Tovar, dotando así de espacio a jóvenes creadores, a los buenos, no a los recomendados. Logró incluso sacar el laboratorio del museo y lo llevó a otros foros, como aquella vez en la Arena Coliseo y con Juan Bastardo. A veces lo veía desesperado porque tenía que cancelar un proyecto debido a la falta de espacio. Creo que nunca le dije cuánto lo admiraba. Supongo que esperaba tener tiempo para ese café o esa cerveza con Hindra y con Artemio para explicarles cómo ellos eran el pulmón del museo, su futuro.

Muchas veces esperé que la Universidad de Guadalajara descubriera la fortuna de contar con César, Hindra y Artemio entre sus filas. Ellos siempre tenían ideas, planes, proyectos. Muchas veces esperé que los nombraran directores de Casa Vallarta, de Casa Escorza o del mismo Museo de las Artes: estoy segura que César hubiera sido un director eficiente, honesto, creativo y vanguardista. Quizá después de su muerte el Laboratorio 930 pueda encontrar su lugar permanente, quizá después de César la Universidad de Guadalajara entienda su fortuna con Hindra y con Artemio. Quizá.

texto: Dolores Garnica

Fútbol de oficina

Dicen que cualquier lugar es ideal para jugar al fútbol. Y no se necesita mucho: una pelota de papel y unos cuantos metros disponibles. ¿Dónde guardar la bola después de jugar? Eso lo decide cada quién.

Un videito, para dar el banderazo de salida al fin de semana futbolero.

Postdata: no podíamos dejar de consignarlo: por fin ganaron los Leones Negros en el estadio Jalisco: le metieron tres goles a Hermosillo.

Para leer: Salinger a la Vila-Matas

Aleksei Savrasov

31) Vi a Salinger en un autobús de la Quinta Avenida de Nueva York. Lo vi, estoy seguro de que era él. Ocurrió hace tres años cuando, al igual que ahora, simulé una depresión y logré que me dieran, por un buen periodo de tiempo, la baja en el trabajo. Me tomé la libertad de pasar un fin de semana en Nueva York. No estuve más días porque obviamente no me convenía correr el riesgo de que me llamaran de la oficina y no estuviera localizable en casa. Estuve sólo dos días y medio en Nueva York, pero no puede decirse que desaprovechara el tiempo. Porque vi nada menos que a Salinger. Era él, estoy seguro. Era el vivo retrato del anciano que, arrastrando un carrito de la compra, habían fotografiado, hacía poco, a la salida de un hipermercado de New Hampshire.

 

Jerome David Salinger. Allí estaba al fondo del autobús. Parpadeaba de vez en cuando. De no haber sido por eso, me habría parecido más una estatua que un hombre. Era él. Jerome David Salinger, un nombre imprescindible en cualquier aproximación a la historia del arte del No.

 

Autor de cuatro libros tan deslumbrantes como famosísimos —The Catcher in the Rye (1951), Nine Stories (1953), Franny and Zooey (1961) y Raise High the Roof Beam, CarpentersISeymour: An Introduction (1963)—, no ha publicado hasta el día de hoy nada más, es decir que lleva treinta y seis años de riguroso silencio que ha venido acompañado, además, de una legendaria obsesión por preservar su vida privada.

 

Le vi en ese autobús de la Quinta Avenida. Le vi por causalidad, en realidad le vi porque me dio por fijarme en una chica que iba a su lado y que tenía la boca abierta de un modo muy curioso. La chica estaba leyendo un anuncio de cosméticos en el tablero de la pared del autobús. Por lo visto, cuando la chica leía se le aflojaba ligeramente la mandíbula. En el breve instante en que la boca de la chica estuvo abierta y los labios estuvieron separados, ella —por decirlo con una expresión de Salinger— fue para mí lo más fatal de todo Manhattan.

 

Me enamoré. Yo, un pobre español viejo y jorobado, con nulas esperanzas de ser correspondido, me enamoré. Y aunque viejo y jorobado, actué desacomplejado, actué como lo haría cualquier hombre repentinamente enamorado, quiero decir que lo primero de todo que hice fue mirar si la acompañaba algún hombre. Entonces fue cuando vi a Salinger y me quedé de piedra: dos emociones en menos de cinco segundos.

 

De pronto, me había quedado dividido entre el enamoramiento repentino que acababa de sentir por una desconocida y el descubrimiento —al alcance de muy pocos— de que estaba viajando con Salinger. Quedé dividido entre las mujeres y la literatura, entre el amor repentino y la posibilidad de hablarle a Salinger y con astucia averiguar, en primicia mundial, por qué él había dejado de publicar libros y por qué se ocultaba del mundo.

 

Tenía que elegir entre la chica o Salinger. Dado que él y ella no se hablaban y por lo tanto no parecía que se conocieran entre ellos, me di cuenta de que no tenía demasiado tiempo parar elegir entre uno u otro. Debía obrar con rapidez. Decidí que el amor tiene que ir siempre por delante de la literatura, y entonces planeé acercarme a la chica, inclinarme ante ella y decirle con toda sinceridad:

 

—Perdone, usted me gusta mucho y creo que su boca es lo más maravilloso que he visto en mi vida. Y también creo que, aquí donde me ve, jorobado y viejo, yo podría, a pesar de todo, hacerla muy feliz. Dios, cómo la amo. ¿Tiene algo que hacer esta noche?

 

Me vino a la memoria de pronto un cuento de Salinger, The Heart of a Broken Story (El corazón de una historia quebrada), en el que alguien planeaba en un autobús, al ver a la chica de sus sueños, una pregunta casi calcada a la que había yo en secreto formulado. Y recordé el nombre de la chica del cuento de Salinger: Shiley Lester. Y decidí que provisionalmente llamaría así a mi chica: Shirley.

 

Y me dije que sin duda haber visto a Salinger en aquel autobús me había influido hasta el punto de habérseme ocur rrido preguntarle a aquella chica lo mismo que un chico quería preguntarle a la chica de sus sueños en un cuento de Salinger. Menudo lío, pensé, todo esto te sucede por haberte enamorado de Shirley, pero también por haberla visto al lado del escurridizo Salinger.

 

Me di cuenta de que acercarme a Shirley y decirle que la amaba mucho y que estaba chiflado por ella era una absoluta majadería. Pero peor fue lo que se me ocurrió después. Por suerte, no me decidí a llevarlo a la práctica. Se me ocurrió acercarme a Salinger y decirle:

 

—Dios, cómo le amo, Salinger. ¿Podría decirme por qué lleva tantos años sin publicar nada? ¿Existe un motivo esencial por el que se deba dejar de escribir?

 

Por suerte, no me acerqué a Salinger para preguntarle una cosa así. Pero también es cierto que se me ocurrió algo casi peor. Pensé en acercarme a Shirley y decirle:

 

—Por favor, no me interprete mal, señorita. Mi tarjeta. Vivo en Barcelona y tengo un buen empleo, aunque ahora estoy de baja, que es lo que me ha permitido viajar a Nueva York. ¿Me permite que la telefonee esta tarde o en un futuro muy cercano, esta misma noche por ejemplo? Espero no sonar demasiado desesperado. En realidad supongo que lo estoy.

 

Finalmente, tampoco me atreví a acercarme a Shirley para decirle una cosa así. Me habría enviado a freír espárragos, algo difícil de hacer, porque ¿cómo se fríen espárragos en la Quinta Avenida de Nueva York?

 Pensé entonces en utilizar un viejo truco, ir hasta donde estaba Shirley y con mi inglés casi perfecto decirle:

 

—Perdone, pero ¿no es usted Wilma Pritchard?

A lo que Shirley habría respondido fríamente:

—No.

—Tiene gracia —podría haber proseguido yo—, estaba dispuesto a jurar que era usted Wilma Pritchard. Ah. ¿No será usted por casualidad de Seattle?

—No.

 

Por suerte, también me di cuenta a tiempo de que por ese conducto tampoco habría llegado muy lejos. Las mujeres se saben de memoria el truco de acercarse a ellas haciendo como que las confundes con otras. El «Por cierto, señorita, ¿dónde nos hemos visto antes?» se lo conocen de memoria y sólo si les caes bien simulan caer en la trampa. Yo, aquel día, en aquel autobús de la Quinta Avenida, tenía pocas posibilidades de caerle bien a Shirley, pues andaba muy jorobado y sudado, el pelo se me había quedado planchado, pegado a la piel y delatando mi incipiente calvicie. Llevaba manchada la camisa por una gota horrible de café. No me sentía nada seguro de mí mismo. Por un momento me dije que era más fácil caerle bien a Salinger que a Shirley. Decidí acercarme a él y preguntarle:

 

—Señor Salinger, soy un admirador suyo, pero no he venido a preguntarle por qué no publica desde hace más de treinta años, yo lo que quisiera saber es su opinión acerca de ese día en el que Lord Chandos se percató de que el inabarcable conjunto cósmico del que formamos parte no podía ser descrito con palabras. Quisiera que me dijera si es que a usted le ocurrió otro tanto y por eso dejó de escribir.

 

Finalmente, tampoco me acerqué para preguntarle todo eso. Me habría enviado a freír espárragos en la Quinta Avenida. Por otra parte, pedirle un autógrafo tampoco era una idea brillante.

 

—Señor Salinger, ¿sería tan amable de estamparme su legendaria firma en este papelito? Dios, cómo le admiro.

—Yo no soy Salinger —me habría contestado. Para algo llevaba treinta y tres años preservando férreamente su intimidad. Es más, habría vivido yo una situación de absoluto bochorno. Claro está que entonces podría haber aprovechado todo aquello para dirigirme a Shirley y pedirle que el autógrafo lo firmara ella. Tal vez ella habría sonreído y me habría dado una oportunidad para entablar una conversación.

 

—En realidad le he pedido su autógrafo, señorita, porque la amo. Estoy muy solo en Nueva York y sólo se me ocurren majaderías para intentar conectar con algún ser humano. Pero es totalmente verdad que la amo. Ha sido un amor a primera vista. ¿Ya sabe usted que está viajando al lado del escritor más escondido del mundo? Mi tarjeta. El escritor más oculto del mundo soy yo, pero también lo es el señor que va sentado a su lado, el mismo que acaba de negarse a firmarme un autógrafo.

 

Me encontraba ya desesperado y cada vez más empapado de sudor en aquel autobús de la Quinta Avenida cuando de pronto vi que Salinger y Shirley se conocían. El le dio un breve beso en la mejilla al tiempo que le indicaba que debían bajarse en la siguiente parada. Se pusieron los dos de pie al unísono, hablando tranquilamente entre ellos. Seguramente Shirley era la amante de Salinger. La vida es horrorosa, me dije. Pero inmediatamente pensé que aquello ya no lo cambiaba nadie y que era mejor no perder el tiempo buscándole adjetivos a la vida. Viendo que se acercaban a la puerta de salida, me acerqué yo también a ella. No me gusta recrearme en las contrariedades, siempre trato de sacarles algún provecho a los contratiempos. Me dije que, a falta de nuevas novelas o cuentos de Salinger, lo que le oyera a él decir en aquel autobús podía leerlo como una nueva entrega literaria del escritor. Como digo, sé sacarles provecho a los contratiempos. Y pienso que los futuros lectores de estas notas sin texto me lo agradecerán, pues quiero imaginarles encantados en el momento de descubrir que las páginas de mi cuaderno contienen nada menos que un breve inédito de Salinger, las palabras que le escuché decir aquel día.

 

Llegué a la puerta de salida del autobús poco después de que la pareja hubiera descendido por ella. Bajé, agucé el oído, y lo hice algo emocionado, iba a tener acceso a material inédito de un escritor mítico.

—La llave —le oí decir a Salinger—. Ya es hora de que la tenga yo. Dámela.

—¿Qué? —dijo Shirley.

—La llave —repitió Salinger—. Ya es hora de que la tenga yo. Dámela.

—Dios mío —dijo Shirley—. No me atrevía a decírtelo… La perdí.

 

Se detuvieron junto a una papelera. Parándome a un metro y medio de ellos, hice como que buscaba una cajetilla de cigarrillos en uno de los bolsillos de mi americana.

 

De repente, Salinger abrió los brazos y Shirley, sollozando, se fue hacia ellos.

—No te preocupes —dijo él—. Por el amor de Dios, no te preocupes.

Se quedaron allí inmóviles, y yo tuve que seguir andando, no podía por más tiempo quedarme tan quieto a su lado y delatar que les espiaba. Di unos cuantos pasos, y jugué con la idea de que estaba cruzando una frontera, algo así como una línea ambigua y casi invisible en la que se esconderían los finales de los cuentos inéditos. Luego volví la vista atrás para ver cómo seguía todo aquello. Se habían apoyado en la papelera y estaban más abrazados que antes, los dos ahora llorando. Me pareció que, entre sollozo y sollozo, Salinger no hacía más que repetir lo que de él ya había oído antes:

—No te preocupes. Por el amor de Dios, no te preocupes.

 

Seguí mi camino, me alejé. El problema de Salinger era que tenía cierta tendencia a repetirse.

 

Texto de: Enrique Vila-Matas, tomado de «Bartleby y compañía», Editorial Anagrama, España, 2001. Páginas: 83 – 89.

Imagen de: Aleksei Savrasov, «The Rye Field», óleo sobre tela, 1937. Pintor ruso y creador de la escuela lírica del paisaje,

Murió Salinger

El viejo huraño cumplió durante cincuenta años el deseo de su personaje
El viejo huraño cumplió durante cincuenta años el deseo de su personaje

«Me gustaría encontrar una cabaña en algún sitio y con el dinero que gane instalarme allí el resto de mi vida, lejos de cualquier conversación estúpida con la gente». El que habla es Holden Caulfield, protagonista de la novela El guardián entre el centeno, de JD Salinger. Luego de cincuenta años de cumplir, cabalmente, los deseos de su personaje, el escritor estadounidense acaba de morir. El viejo huraño se alejó del mundo una vez más. Y esta vez de forma definitiva.

En 1960, hastiado de su éxito literario, el también autor de Nueve historias, Franny y Zooey y Levantad, carpinteros, la viga del tejado y Seymour: una introducción abandonó Nueva York y se recluyó en su casa fortaleza de New Hampshire. Sólo dio una entrevista telefónica, en 1974, al diario The New York Times, donde declaró: «Hay una paz maravillosa en no publicar. Publicar es una terrible invasión a mi vida privada». Luego, cortó de tajo su contacto con la humanidad y no volvió a dar la cara.

Autor de culto y personaje extrañísimo de la literatura, Salinger se nos fue: 1919-2010. Esperemos que sus cinco décadas de soledad redunden en un buen cajón de inéditos (que pronto sean éditos). Y que en paz (maravillosa) descanse.

En este enlace, la necrológica de The New Yorker y todos los relatos que publicó en la revista estadounidense.

Corresponsal en el centeno: Mariño González

Para cocinar y ver: Tortilla de patata líquida

 

Para la Cebolla:

-Cortar dos cebollas medianas en juliana lo mas fino posible.

-Pochar la cebolla a fuego lento en una cazuela con aceite de oliva (tiene que quedar oscura).

-Poner a punto de sal.

 

Para la espuma caliente de patata:

-Pelar 250 g de patata, cortar en trozos, poner en una cazuela cubierta de agua y cocerlas, guardando el agua de cocción.

-Triturar bien los 250 g de patata hervida con un decilitro de agua de hervir las patatas. Añadir una cucharada de nata, volver a triturar, añadir tres cucharadas de aceite de oliva, poner a punto de sal y añadir una pizca de pimienta.

-Colar el puré de patatas, llenar un sifón de ½ litro (dejando ¼ parte vacía).

-Cargar el sifón de espuma con una carga de aire y reservar.

-Antes de que lleguen los invitados mantener el sifón con la espuma en un baño maría sin que llegue a hervir el agua.

 

 Thomas Demand

 

Para el sabayón:

-Emulsionar dos yemas de huevo con dos cucharadas de agua caliente batiendo enérgicamente hasta que se monte.

 

Montaje:

-Justo antes de servir la tortilla colocar un poco de cebolla en el fondo de la copa (también puede presentarse en una taza, vaso o un cuenco).

-Poner encima un poco de sabayón (las yemas de huevo).

-Por ultimo aplicar despacio la espuma de patata caliente para que no se mezclen las tres capas. Si es necesario se puede sacar un poco de aire del sifón, poniéndolo boca arriba, tapando con un paño y apretando suavemente.

 

 

Receta: De Ferran Adrià, El Bulli, en honor al cierre de su restaurante durante 2012 y 2013 anunciado ayer en el Congreso Madrid Fusión. El padrino de la cocina molecular, para muchos “El Duchamp” de la cocina, tendrá tiempo para re-revolucionar las gastronomía.

 

Imagen: “Kitchen” de Thomas Demand, fechada en 2004. El fotógrafo contemporáneo alemán que contradice la veracidad de sus imágenes mediante su alevosa construcción…

 

El disparo de Cabañas

Un extraño sino persigue a este espacio, de modo que siempre llegamos tarde a las notas importantes. Ni hablar, lo aceptamos y actuamos en consecuencia. Así pues, con un día de retraso posteamos algo que comenzó a causar consternación desde muy temprana hora de ayer: el disparo que le dieron a Salvador Cabañas, flamanate e implacable atacante del América y que ha dado de qué hablar no sólo en México, sino allende las fronteras.

A esta hora la información ha corrido como agua. Basta teclear Salvador Cabañas en Google para encontrar cientos —quizá miles— de entradas que hablan sobre el tema. Detrás de los informes minuto a minuto y los reportes y las semblanzas y los videos de sus mejores goles y demás,  la pregunta sigue siendo la misma: ¿qué pasa? ¿a dónde hemos llegado?

Hay puritanos que se alarman de que Salvador anduviera de fiesta a esas horas de la noche, una mera manera de evadir el tema de fondo: la inseguridad. Si el güey quiere aventarse una orgía es libre de hacerlo. Y tiene derecho a hacerlo con todas las garantías de seguridad. A Cabañas le pagan por jugar —y vaya que lo hace: 123 goles en México lo avalan—, no por portarse bien ni ser un ejemplo para la juventud. Lo que le pasó la madrugada del lunes nos deja una pregunta volando: ¿cuándo le tocará a un amigo, vecino, pariente? La respuesta alarma porque, al no ser figuras del fútbol —o de la farándula o de la política— seguramente cuando pase nadie se enterará.

Desde su llegada a México para jugar en los Jaguares de Chiapas, Cabañas se distinguió por ser un jugador de esos que se agradece hayan venido. Alejado de los desmadres, metió cuantos goles quizo de las formas que se le antojaron. Su calidad fue aval suficiente para que emigrara al América. Y mientras muchos jugadores que lucen en un equipo desaparecen en otro, Salvador mantuvo —e incluso incrementó— su nivel. Pronto se convirtió en ídolo y en uno de los mejores jugadores de la liga nacional.

Todo el párrafo anterior está en pasado. Y es que, optimismos aparte, seguramente Cabañas se enfrentó, precoz e intempestivamente, con el retiro. Nadie sabe cómo va a quedar después del disparo. Pero está por cumplir 30 años, y en el fútbol esa edad es el punto de partida para que un jugador comience a declinar en su cualidades. Hay excepciones, claro, pero las excepciones sólo confirman las reglas. Seguramente se perderá el Mundial y difícilmente podrá volver a pisar una cancha. Nadie sabe.

Cierro el post con una frase del médico Ernesto Martínez Duhart,  el neurólogo que operó a Salvador Cabañas, quien es franco. La cita la vimos en Mediotiempo. Dice:

«Salvador ha mostrado cambios muy favorables, y decimos muy favorables porque el cambio principal es que no se ha deteriorado más […] la situación es favorable, pero hay que esperar, sigue estando grave, no ha pasado la gravedad, pero tenemos todavía que vigilarlo estrechamente»

Ojalá la libre.