La Princesa del cuento sin final feliz

Lo más inquietante de Crash, la novela que el inglés J.G. Ballard escribió a principios de los setenta, es su actualidad. Sólo ahora, en pleno siglo XXI, es posible acercarse con mayores certezas y con menos prejuicios a lo que Ballard advirtió, con esa turbia lucidez que sólo puede desarrollar una mete perversa, y por lo tanto, clarividente: el matrimonio entre el sexo y la tecnología. El libro narra una metáfora extrema en la que una pareja es guiada por Vaughan, el “ángel de pesadilla de las carreteras”, y obseso de los accidentes y sus connotaciones sexuales, a un umbral insospechado donde las posibilidades de una nueva sexualidad, estrechamente ligada al binomio erotismo-muerte, son exploradas. Dentro de la inmensa galería de chasises retorcidos que es la mente de Vaughan, hay una obsesión que ocupa un lugar central: los accidentes fatales de los famosos. James Dean, Albert Camus, Jayne Mansfield, incluso el asesinato de Kennedy (ocurrido, como sabemos, dentro de un automóvil). Leyendo el libro en estos días, uno no puede sino estremecerse al pensar en la muerte de la princesa Diana, que parece salida —o lo que es más interesante: consecuencia lógica— de este libro. Diana y su príncipe azul perdieron la vida hace diez años (31 de agosto de 1997) en un absurdo y violento rito de velocidad y flashes relampagueantes, patrocinado por una sociedad sedienta de intimidad ajena y sangre. “El sexo y la paranoia presiden nuestras existencias”, sentencia Ballard en Crash.

Consulta el gráfico de El Mundo sobre el accidente.