La sala está llena. Hay gente sentada en los escalones. Las luces se apagan y en la pantalla una luz filtrada por celuloide dibuja un relato estremecedor: la vida del hijo mayor de Pablo Escobar. Una vida de lujos que se ve abruptamente interrumpida por la cacería de brujas que el gobierno colombiano desata contra el narcotraficante, desencadenando una serie de atentados que cobraría la vida de miles de colombianos. La cinta, sin embargo, toma un rumbo inesperado. En lugar de glorificar la vida del capo, Sebastián Marroquín desmitifica la figura de su padre. Sumido en una profunda pena, intenta reconciliarse con dos familias afectadas por los actos de su padre. Y es que tras el intento frustrado de ingresar a la política, Pablo Escobar se vengó asesinando a Rodrigo Lara Bonilla, ministro de Justicia, y a Luis Carlos Galán Sarmiento, político en vías de ser elegido presidente. Más de diez años después, Sebastián pide perdón mirando a los ojos a los hijos de estos dos hombres. En uno de los momentos cumbres de la cinematografía latinoamericana: los herederos de una escalada de violencia buscan a toda costa cerrar un ciclo de odio, dando así un ejemplo para América: aquí todos somos hermanos.
Cuando las luces se encienden, el hijo de Pablo Escobar está ahí entre nosotros. Uno más en la sala. Los aplausos se dejan oír, algunas personas se ponen de pie. El Festival Internacional de Cine en Guadalajara vibra y soy testigo, una vez más, de esos pequeños momentos llenos de historia. El año pasado fue Christian Poveda. Esta vez es Sebastián Marroquín.
“Mi padre estaba lleno de excusas para la violencia, pero la violencia no se puede justificar”, dice Sebastián después de agradecer a todos lo que hicieron posible el documental. En un dialogo que fluye animadamente, el protagonista de la cinta Los pecados de mi padre (Argentina, Colombia, 2009) conversa sobre la experiencia que significó participar en el documental dirigido por Nicolás Entel.
México surge como un tema recurrente. Sebastián hacer ver que el narcotráfico es un intento subversivo de la pobreza por cambiar sus condiciones de vida. “Mi padre decía: agradece que tienes desodorante porque yo no tuve para comprarme. Ahora, después de todo, me pregunto: ¿qué habría sido de mi padre si hubiera tenido la oportunidad de estudiar y ser un profesional?”.
Después de una serie de comentarios sobre su esposa mexicana, una pregunta del público lo orilla hacia el tema de la legalización de las drogas. “Mi padre no habría llegado tan lejos solo”, dice Sebastián. Refiere que el carácter ilícito del narcotráfico sólo genera corrupción y precios elevados, elementos que financian una guerra interminable.
«¿Y qué sentiste a al ver el documental?», pregunta un joven de gafas y camisa a cuadros. “Me siento un poco más delgado”, bromea el hombre alto y rollizo: “El documental no termina con los créditos, ahí es donde la vida real apenas comienza”.
Finalmente, concluye con una anécdota sobre cierta ocasión en la que duró oculto junto a su padre en una casa frente a un retén militar. Rodeados de billetes estuvieron a punto de morir de hambre. “El narcotráfico sólo lleva a un nuevo tipo de pobreza. Una pobreza donde tiene mucho dinero y no puedes usarlo”.
Así concluyó una experiencia única en la que el público tapatío pudo convivir con un personaje cuya vida ha conjugado una serie de momentos históricos. Sebastián Marroquín es, sin buscarlo, una pieza clave en la formación de la identidad del continente americano.
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crónica: Alejandro Aguirre