“Ahora lloro por la luz. Ahora lloro por la luz que somos todos. La luz que es mi vida, la luz que es mi árbol, la que besa todo y no puedo ver”. Un desfile hermoso de zombies acompaña los primeros versos de The Crying Light de Antony and the Johnsons. Son cientos de muertos vivos. Ojerosos y cansados, hastiados de tanta luz: la naturaleza de la “danza de la oscuridad” japonesa y el ritmo del “Diario de un ladrón”. La iluminación.
La luz es el compás cansado, la voz hastiada y el lento caminar de Antony. Kazuo Onō recorre despacio el escenario y Jean Genet comienza a escribir en un papel arrugado. El cofundador de la danza butō, sin sonido alguno, comienza a bailar deslizando poco a poco el brazo derecho hacia el vacío. Genet cierra los ojos e intenta recordar centímetro a centímetro los brazos fuertes y amorosos de tantos golpes de Stiliano, el amante favorito que nunca se dejó tocar. “Epilepsy is dancing” es el instante hermoso del remolino en el suelo de un desconocido retorcido desde el cerebro, la segunda canción de Antony mientras Onō todavía no termina de estirar el brazo y Genet ya encontró el adjetivo exacto, el brazo de Stiliano es poesía: golpea duro y nunca se detiene. Los tres creadores aman su tortura.
“¿Cuándo podré por fin saltar al corazón de la imagen, ser yo mismo la luz que la lleva hasta vuestros ojos? ¿Cuándo estaré en el corazón de la poesía?” canta en letras Genet. “Piedad, piedad, piedad”, demanda Antony al ritmo de The Johnsons, que la luz por la que llora es la que siguieron japoneses cansados de tanta energía nuclear, la que los empujó a la calle con los ojos reventados y colgando por las mejillas: zombies nostálgicos, desorientados, chocando contra postes de luz, buzones y banquetas. Ritmo descontrolado del que se sabe sin luz, “Los ojos están en la espalda” explica Onō en una de sus lecciones. Después de la bomba, del hongo blanco del que todavía respiramos, los bombardeados buscaban con las manos la inspiración para que Tatsumi Hijikata fundara la danza butō que Kuzio Onō, a sus más de cien años, perfecciona. La poesía es “Entrar en el escenario. En lo sagrado los sueños comienzan… Yo soy un hombre. Yo soy una mujer. Yo no soy nadie. Yo soy todos. Es el ritmo del butō”, explicó Lawrence Rollins, poeta estadunidense frente a la danza. Es el “Shibui”, el concepto estético que indica una distinción silenciosa, una belleza sobria y recatada en japonés.
“Amar a un hombre es obligar a esos detalles nocturnos a convertir en sombra cuanto puedan, desarrollar la sombra, hacerla más espesa por lo tanto, multiplicar su dominio y poblarlo todo de negro”: Genet. Antony Hegarty es el transgénero que se sentía niña desde niño. En la danza butō el protagonista normalmente se viste de nada, desnudo intenta regresar al seno materno buscando recuperar aquel cuerpo arrancado por los hábitos de crecer, y olvidando su principio. Antony fue encontrado en un oscuro bar neoyorquino. Su voz y el piano definen: “amor es carbón”. Sólo sin hábitos, dice Onō, será posible permitir que lo involuntario manifieste su sabiduría sutil. “Ya siento la eficacia. Embellezco todo lo que ustedes desprecian”: Genet.
“Todavía tengo demasiados sueños. Nunca he visto la luz. Necesito otro lugar. Un lugar a donde pueda ir”, los versos de Antony no descansan y Genet, abandonado por su madre a los siete años, hijo de la beneficencia pública y de dos padres adoptivos en la adolescencia, decidió encontrar en España la más grande aventura estética: convertirse en ladrón, prostituto, limosnero y asesino, eterno enamorado de la impureza como redención y sólo obsceno durante los ocho años que dejó de escribir. Un santo a través del mal. San Juan de la Cruz se iluminaba en éxtasis. La única ayuda de Kuzio Onō en el escenario es un cañón de luz sobre su brazo. De aspecto cadavérico se muestra en la portada de “The Crying Light”. “El blanco de la cortina. Las tórtolas que bordan luz son una mentira de mi tierra. Soy mi suciedad” canta el gordo Antony.
Sólo estando estrujado se escucha claramente la voz de Antony, el cuerpo de Kuzio Onō tardándose casi dos horas en apenas estirar un brazo y la pureza de espíritu de Jean Genet: “Un acto es hermoso si provoca y hace develarse en nuestra garganta, el canto”. “Es una luz tan diferente de la de acá, que parece una cosa deslustrada la claridad del sol que vemos en comparación de aquella claridad y luz que representa a la vista, que no se querrían abrir los ojos después”, escribió Santa Teresa de Jesús.
La belleza en el butō compartida con Antony y Genet no sólo es la iluminación de la fealdad convencional, es también la estética de los tontos, los ingenuos y los vencidos. De los que se dan gratuita y voluntariamente a un Stiliano sólo para sentir el amor de sus golpes. “Agua y polvo”, explica Antony Hegarty a capella. La luz también revela los motivos de la pequeñez como un puñado de gracias terrenales, esa es la vía de iluminación poética. “Yo nací para adorarte”, aclara el músico, la niña que siempre se sintió niño. La luz que cantando abraza todo. El beso más tierno al violento brazo del amante que no se da. El cañón de luz que acompaña al escalofriante movimiento lento de Kuzio Onō. Seguimos marchando con los ojos reventados y colgando por las mejillas.
Dolores Garnica