Cinco crónicas para después de FIL

Nueve días de trabajo intenso al lado de Goyo Rodríguez, subdirector del diario español El País. Doce periodistas entusiasmados por crear un suplemento especial durante FIL y sobre todo, por aprender algo de la sabiduría del que dirige y coordina al Babelia o al El País Semanal. Trabajar con Goyo fue una experiencia como pocas, el genio periodista dejó no sólo lecciones sobre nuestro trabajo, también sobre la vida. Nos mostró que el peor defecto de un reportero es la soberbia, que la curiosidad es una forma de vida y que siempre hay una forma mejor de escribir lo ya escrito.

Trabajamos más de doce horas al día y sin descanso. Goyo canceló comidas y cenas con escritores de nombre rimbombante para que el producto final, edición de diez mil ejemplares que hoy se repartió en el último día de la feria, quedara perfecto. Revisó cada crónica más de tres veces y a vuelta y vuelta mucho de satisfacción quedó. Todos nos sentimos los consentidos y todos lo disfrutamos plenamente. A todos nos regresó el entusiasmo por el periodismo, por la escritura y por ese género que ayuda a trasladar al lector a cualquier lugar y a cualquier momento, la crónica. Un agradecimiento eterno a Goyo, y una probadita de las crónicas finales, las originales, sin correcciones de los correctores de los correctores…

invita: Dolores Garnica

José  Emilio Pacheco. “Cuando uno escribe se tapa la cara con la página”

El escritor, nuevo premio Cervantes de Literatura, conmovió a unos mil jóvenes con su humildad y su maestría en el encuentro más emocionante de la FIL.

Por Sergio Contreras Alcaraz

“Me acuerdo, no me acuerdo. ¿Qué año era aquel?”, como escribiera en ‘Las batallas en el desierto’. Una fría mañana de otoño, en la habitación del Hilton tapatío en que descansaba el poeta, un inoportuno timbre. Minutos antes, en España, donde ya había quebrado el día, el jurado del Premio Cervantes de las letras deliberaba a su favor. Con la modorra a cuestas, José Emilio Pacheco sabía de la unión de su nombre con el de Juan Gelman, Jorge Luis Borges, Carlos Fuentes, Octavio Paz y una treintena más de grandes.

Como por arte de magia, esa magia de saberse querido, Pacheco cargaba energía para entrar en la FIL y repetir mil ochocientas sesenta y siete veces la palabra que más había usado, y cada vez con más humildad, en los últimos meses: gracias.

Pacheco es generosidad, es armonía, es grandeza. Lo demostró en su encuentro con los jóvenes en una tarde para la historia. Sólo habían pasado 34 horas desde su gran triunfo con el Cervantes. El salón Juan Rulfo tuvo que hacerse el gordo aflojando su cinturón para dar cabida a unos mil adolescentes en la actividad estrella de la feria. Ahí le esperaban para darle un aplauso que valía como abrazo. Una profesora de secundaria le brindó el piropo de la tarde: “Hoy es, creo, el día más importante de mi vida”. Y de no ser por la logística, Pacheco se hubiera permitido apapachar a cada uno.

Pero no fue necesario, los envolvió a todos con una primera frase llena de modestia: “El mérito está en el libro y en la persona que lo lea, no en el autor”. Llegarían muchas más. En forma de lección: “La novela y el cuento son grandes chismes”. O como un gran consejo para los presentes: “No hay edad para empezar a escribir”. O en una confesión emotiva: “Comencé a escribir antes de saber escribir, cuando inventaba continuaciones a los cuentos de mis abuelos”. O en un testimonio de su sencillez y su bondad: “Cuando uno escribe se tapa la cara con la página”.

—¿Cómo siente usted el amor? —de la voz de Matilda, estudiante de la Prepa 14, llegó la gran pregunta, entrada la tarde, mientras la expectación se adueñó de la sala.

“Bueno, no sabría definirlo más que con lo que sé, que es escribiendo”.

Xavier Velasco, su ángel (que no diablo) guardián en la mesa, asintió rendido ante la sabiduría del maestro. Al inicio, él también le había propuesto hablar de amor. De amor con mayúsculas, el tema del que todos creemos conocer, pero pocos definir. Pero el maestro evadió el envite. “Mejor que hablen ellos; yo he venido a escucharles y a aprenderles”. Todos querían hablar de lo mismo: Las Batallas en el Desierto.

Joselyn, preguntaba con su tierna voz si la vida de Carlitos, el personaje central, era un asomo de su infancia. Pero el autor reveló que todo era ficción. “Ojalá yo hubiera tenido una niñez como la de él. No hay nada autobiográfico, para mi desventura”.

Y es que en el imaginario existe la percepción que lo que narra ahí es un capítulo de su vida. Le preguntan en la calle por “su” hermano mayor, por “Mariana”, por “sus” terribles compañeros de primaria. “Je, je, je” , soltó una gran carcajada el maestro. “Yo no tengo hermanos. Eso es lo más curioso, pero me halaga mucho ese acogimiento que le han hecho a la obra”. Y más: “Voy a salir de aquí hecho un monstruo de prepotencia por tantas muestras de afecto”.

Pacheco situó ‘Las Batallas…” en 1948.  Aunque admite que quizás se le haya colado algún anacronismo. Cuando la hizo, a principios de los 80, era becario del Centro de Escritores. Ahí se topó con el ex presidente Miguel Alemán, mecenas de la agrupación y a quien  plasma en un profundo entorno de corrupción en la obra. No sabía cómo firmarle la novela cuando se lo pidió. Resolvió magistralmente: “Para el licenciado Miguel Alemán, porque sin él no existiría este libro”. El salón estalló en una carcajada.

El público se las había ingeniado para traficar al interior algunas bolsas de papas con salsa, botecitos con refresco ya caliente por la espera, y chicles de mora azul. Sus cabezas moldeadas con subversivos peinados contrastaban con el gozo de estar ante el más grande escritor que habían visto de cerca. Michelle, Fernanda, Román y Hugo, alumnos de la Prepa 11, no entendían de premios, pero aún así atendieron con devoción las palabras del orador.

Los alumnos de la Prepa 13 fueron más lejos. Ellos montaron una adaptación teatral de ‘Las batallas en el desierto’. El espectáculo, que presenciaron más de 400 personas hace unas semanas, estaba musicalizado con el bolero ‘Obsesión’, de Pedro Flores. “Por alto esté el cielo en el mundo, por hondo que sea el mar profundo, no habrá una barrera en el mundo que mi amor profundo no rompa por ti”. El escritor de 70 años mostró sincera curiosidad por ver el video.

El volumen del homenaje subía como el precio del kilo de tortillas en los últimos años. Al Reina Sofía de Poesía, recogido unos días antes, se le sumaba el galardón más importante de la lengua española. Cuando el encuentro tocaba a su fin, decenas de jóvenes levantaban el brazo. Todos querían hacer la última pregunta. Fue la última batalla, pero ahí no había desierto.

Adolfo Castañón. Querer hacerse libro

El Premio FIL Bibliófilo del año evoca su nostalgia por los libros. “Haber leído mucho o algo, puede dejar una cierta tristeza y desengaño, es algo que puede atacar a quienes practicamos la minería del conocimiento”

Carla Giraldo Duque

Adolfo, el niño de 18 meses, enseña la lengua en una foto biográfica de uno de sus libros. Adolfo el escritor lo interpreta como una picardía de su infancia. Picardía prolongada y trascendente, pues a sus 57 años, este mexicano continúa su juego con la lengua. Él es el Premio FIL al Bibliófilo de este año.

Adolfo Castañón, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, premio Xavier Villaurrutia 2008, editor por casi 30 años del Fondo de Cultura Económica, traductor, poeta, espíritu y protagonista de tantas “tareas” y distinciones como se le pueden enlistar a un hombre de reconocible filia por el mundo de los libros, dice ser sólo un “leyente”. “Un pánfilo, eso soy, esa persona que está enamorada de cada cosa. Un aprendiz de todo y maestro de nada con gran debilidad por la voz humana: en vivo, grabada o encuadernada”.

Un hombre que cree en la disponibilidad eterna a la palabra, leer y escribir siempre, como los antiguos padres del desierto creyeron en la oración perpetua. Un Adolfo que desde el 68 luce su invariable saco de corte inglés en pana y ese pretencioso bolso de cuero que se siente biblioteca portátil. “Leyente” que al encontrar entre muchos uno de sus libros, goza sintiéndolo de vuelta a sus manos y reacciona con la búsqueda inmediata de su nombre en él, como si cada vez que se reconociera como el autor renovara sus votos y devociones.

Un Castañón que si bien sólo deja en sus creaciones uno que otro rasguño o nota en lápiz hasta atrás, ha recibido por ellos embestidas de insomnio, jaquecas y otras “marcas”. Enfermedades de bibliófilos al fin. “Haber leído mucho o algo, puede dejar una cierta tristeza y desengaño, y aunque yo no lo he experimentado en profundidad, creo que es algo que puede atacar a quienes practicamos la espeleológica o minería del conocimiento, pues si se baja demasiado falta el aire. El silencio, el ocio, la pereza, la cocina y la música son buena medicina para sanar esa repentina enfermedad del hartazgo de tanta pasión”.

Hijo de un padre que leía todo el tiempo, decidió precozmente ensayar y convertirse en libro para que “él me escuchara”. Ahora con más libros escritos que años y con el reconocimiento que han merecido muchos de sus maestros, como José Luis Martínez y Andrés Henestrosa, a Adolfo Castañón sólo le queda gratitud, un tanto de recelo por la exposición pública de la que se ha sabido escapar y la satisfacción de que quizá, para él, sí es posible hacerse libro.

“Ya no puedo seguir disimulando que ando cargando libros y eventualmente leyéndolos y conociéndolos. Ser Bibliófilo FIL es un señalamiento en público del que no me quiero escapar. Significa que no he sido un espejismo producido por el fervor de la amistad de los míos”.

Cristina Rivera Garza. La otra voz de la frontera

La escritora gana por segunda vez el Premio Sor Juana Inés de la Cruz y convierte su obra en un elemento diferenciador dentro de su generación

Por Kryssia Ortega

Tenía 11 años cuando sintió por primera vez la necesidad de poner algo por escrito. “Veía algunas cosas que me parecían tan hermosas que quería traducirlas a palabras. Esos sitios que conocí las veces que nos cambiábamos de casa”.

Hoy, más de tres décadas después, es una voz privilegiada. Su obra ofrece la otra cara de la frontera. Es una escritora en un mundo donde sólo hablan los hombres, y escribe más allá de la violencia, la matanza de mujeres y el narcotráfico.

Cristina Rivera Garza, a sus 45 años, es además la única escritora que ha conquistado en dos ediciones el premio Sor Juan Inés de la Cruz. La primera, en “Nadie me verá llorar”, le inspiró la obsesión de un fotógrafo por la identidad de una mujer en un manicomio que creyó conocer tiempo antes en un burdel. La segunda, con “La muerte me da”, una mujer encuentra un cadáver castrado de un joven al lado de unos enigmáticos poemas, y se convierte en informante de la policía.

“En mis libros todo es autobiográfico, nada es personal. Utilizo mucho los elementos de la vida cotidiana, como cuando escuché a un acomodador de coches preguntarle a un taquero si sabía qué es la metáfora, y el taquero le responde que es algo que tiene que ver con la imaginación. Eso me encantó”.

Pasa por la Feria de Guadalajara sin desatar grandes pasiones. Nada que ver con los gritos entusiastas que provoca Carlos Fuentes o los abrazos multitudinarios que recibe José Emilio Pacheco. Cristina es una mujer extremadamente sencilla, pero de un estilo particular donde su cartera amarillo estridente y su anillo hecho con un cierre morado contrastan con un saco serio y una blusa de adolescente.

Nacida en Matamoros, en la frontera noreste de México, es una escritora que enseña a escribir. Su vida se rige por las palabras, las que dicta en la Universidad de California, en San Diego, y las que pueblan sus obras. Y en lo que escribe busca descifrar a las mujeres que lleva dentro.  “Donde hay diferencia hay frontera, y ese es el concepto que me interesa de lo fronterizo —el lugar umbroso, flexible, fluido, paradójico”.

Trabajo, juego y riesgo definen para ella la literatura. No se limita por los lugares. Le ha perdido el miedo a aeropuertos y hoteles, escribe en todas partes. Escribe también para encontrar a las mujeres que lleva dentro de sí.

“Son muchas mujeres las que tengo dentro, especialmente mi hermana muerta a los 19 años. Todas las que he sido, pero fundamentalmente las que no he sido, para ellas escribo, para investigarlas”.

Una palabra tuya… Escritores y lectores desatan su pasión por los libros

Por Dolores Garnica

La FIL es energía. Un torrente de pasión y cultura generado por unos 600 mil visitantes. Gente fascinada por sus ídolos: sus rostros y sus pieles, sus sonidos y sus olores.

Detrás de los 300 mil títulos que abarrotan esta FIL hay miles de creadores. Así sucede en cualquier feria del mundo desde Madrid a Frankfurt, pero sólo aquí, en Guadalajara, los ídolos se hacen carne y se dejan tocar. Erica González ya lo ha experimentado. Esta ama de casa de 45 años, espera la fila en el stand de Santillana cargada con ocho libros para conseguir la firma de Rosa Montero. ‘La historia del rey transparente’ le cambió “un poco” la vida.

-“¡Rosa!, ¿no te acuerdas de mí?, le espeta Luz. “Te invité a cenar…”.

-“Claro, claro que te reconozco…”, contesta muy sorprendida Rosa Montero.

Diálogos tan cómicos como éste se repiten a lo largo del día en las más de 50 sesiones de autógrafos confirmadas, en las presentaciones de libros, en el ciclo “Los lectores presentan” (inventado, a propósito, por Rosa Montero) que este año reúne siete títulos, en los stands y hasta en los pasillos. Dentro de la Expo, los 500 autores presentes se convierten en protagonistas: firman, platican, abrazan, leen y sonríen entre ese murmullo parecido a un avispero que se escucha permanentemente en la Expo. Los autores se transforman en seductores rockstars poco convencionales: de lentes, canas, sacos de pana y libros bajo el brazo. “La fiesta la hacen los escritores y los lectores juntos”, dice Jorge Volpi.

Debajo de cinco grandes globos que recuerdan los zeppelin, y donde Los Ángeles, ciudad invitada de honor este año, proyecta películas de Hollywood, Gerardo de la Garza, un tipo raro que se define como escritor y viste de un negro solemne, confiesa tener un vicio más grande que el cigarro: Matthew Pearl. “Tengo contacto con este escritor por internet y me invitó a saludarle. Es un guía, un maestro.”

Un auténtico maestro, José Emilio Pacheco, reciente premio Cervantes, desata la locura entre unos mil jóvenes. Y dice una de las frases más sabias, más humildes y más profundas: “El mérito está en el libro, en la persona que lo va a leer; no en el autor”. Esto, dicho así, en una feria donde a los escritores se les contempla como a un firmamento de estrellas, ofrece otra mirada para acercarse a la Fil.

A la pasión por el libro y por el escritor, Pacheco une la pasión por el lector frente a la muchachada que Xavier Velasco defiende. Él también fue joven: “Cuando lees a un autor que te gusta desarrollas una complicidad, una amistad con él aunque no sepa que existes. Así que una palabra suya bastará para sanarte. Te sientes entendido, querido, y esta relación con mis lectores es una recompensa. Me recuerdan a mí persiguiendo a Cortázar en el Palacio de Minería”.

Exclusiva de la FIL es esa energía por conocer al escritor, por vivir el encuentro del lector con el rostro de las letras que en la intimidad revolucionaron su vida. Para el escritor mexicano Juan Domingo Argüelles el asunto tiene una definición: fetichismo. Esa devoción que nos une al libro como objeto; esa revelación que explica el porqué de las maletas con rueditas que algunos bibliófilos cargan desbordando libros; ese berrinche del niño en medio del pasillo por un libro para colorear, o ese olor intenso a papel Bond, que junto a la lectura, es el gran recuerdo de la Feria.

“¿Y cuántos libros autografiados serán leídos?”, pregunta Argüelles.

En la larga fila de entrada a la FIL, de tenis blancos y calcetines negros, Enrique García y su esposa van emocionados a la presentación del libro de su escritor favorito, Paco Ignacio Taibo. Viajaron desde California con una fotografía en la que se abrazan a él: “Nos interesa conocer a los escritores porque puedes platicar con ellos. Ves sus expresiones y así te haces una mejor idea del libro”.

La FIL desata pasiones. Más de 200 personas se agolparon para obtener la firma en tinta negra del reservado premio Nobel Orhan Pamuk el domingo pasado.

Para Sandra, Guadalupe, Montse y Marisol, esas chicas de “La Prepa” a las que no se les desordena un cabello sin su consentimiento, reunidas a las puertas de la presentación de “El viajero del siglo”, de Andrés Newman, conocer a su escritor predilecto es “como conocer a tu cantante favorito”.

Eduardo Crespo, con expresión seria y cámara digital al cuello, tiene otra filosofía a la hora de acercarse a este evento: “Vengo a conocer a los escritores y si me caen bien, decido si me compro el libro”.

En esta FIL hay 300 mil títulos. Todos llevan un rostro en esa parte que no puede ser leída pero sí sentida. “Yo quisiera conocerlos, pero mis autores preferidos están todos muertos”, confiesa con sentimiento el escritor David Toscana. En esta feria, se honra a todos.

Mario Vargas Llosa. «La literatura aumenta nuestras vidas y llena los vacíos que hay en ellas”

Mario Vargas Llosa, uno de los más grandes escritores en español, dio el jueves una lección de amor y generosidad. Amor a la literatura de Juan Carlos Onetti; generosidad por la entrega apasionada a su colega contemporáneo.

Por Dolores Garnica, Sergio Contreras e Hiram Ruvalcaba

Al principio el aplauso de pie, y Mario Vargas Llosa entraba como un relámpago con su traje azul marino impecable, sin abrochar el primer botón de la camisa y con el perfecto peinado que luce desde siempre. Guapo, alto y muy sonriente ante sus cerca de mil lectores reunidos.

El auditorio Juan Rulfo vestía sus mejores galas en una tarde pletórica de expectación para presenciar el diálogo entre el periodista y escritor Juan Cruz y Mario Vargas Llosa en torno a su libro El viaje a la ficción.

Escribir es la suma de las lecturas. Juan Carlos Onetti leyó a Proust, Joyce y Faulkner. Mario Vargas Llosa leyó a Juan Carlos Onetti. Los escritores se forman a partir de otros escritores. Entre ellos se entienden, se quieren, se adoptan y esta noche su complicidad quedó más clara que nunca.

La primera inquietud de Juan Cruz es la ficción. El peruano suelta una tesis pulida. La ficción nace cuando nuestros remotos antepasados en el mundo más primitivo, después de descubrir el lenguaje y la comunicación inteligente se reunieron entre ellos y empezaron a contarse historias, que al principio debieron ser recuerdos, memorias, a las que la fantasía fue enriqueciendo. Luego silencio absoluto: todos escuchan con los ojos abiertos a Vargas Llosa que habla de un amigo; del libro que nació como una manifestación de gratitud; de la empatía por Onetti que tenía que sentir un trance para escribir en hojas de cuaderno o en facturas, del primero que abrió la narrativa moderna en Latinoamérica, del existencialista antes de leer El extranjero y La Náusea, del escritor que entregó tanto a la literatura, que fundó una obra tan tan rica, tan bella y tan conmovedora, que no se puede hablar de pesimismo; del que rescata una parte del humano que tendemos a negar, aunque sabemos muy bien por experiencia que forma parte de lo que en verdad somos; del que no salía de su habitación en hoteles porque en los terrenos de la ficción tenía la posibilidad para realizar el viaje que deseara; del creador aventurado que alguna vez le explicó al peruano: Tú tienes relaciones conyugales con la literatura y yo tengo relaciones adúlteras.

Sobre el programa de FIL toma dictado Ignacio Liaño. El joven de cabello largo y tenis negros con la imagen del Ché, intenta que nada quede fuera de su proyecto de novela, de esos precisos ensayos que suelen surgir espontáneamente de la boca del escritor. Ignacio apunta como una lista de mandado: “Leer a Roberto Arlt”, “Necesito un narrador omnisciente” mientras afirma con la cabeza ante la siguiente sentencia de Vargas Llosa. Todos parecen tomar dictado de la cátedra.

Detrás de Ignacio, unas jóvenes austriacas observan las pantallas gigantes: no entienden castellano pero reconocen a su autor favorito, Hannah estudió el idioma de Vargas Llosa en su país natal y se esfuerza en comprender su lección de literatura y sencillez: poco más de una hora donde uno de los escritores más importantes que visitaron esta FIL se dedicó a hablar de otro escritor: La literatura que Onetti hace alejándose de la vida no es una literatura que carezca de un aliento vital, que sea un puro juego intelectual. Todo lo contrario, la literatura de Onetti está cargada de una vitalidad de experiencias de manifestaciones de vida que él describe. Lo que es indiscutible es cómo la belleza literaria puede convertir la fealdad en su opuesto.

En poco más de una hora Vargas Llosa ofreció el protagónico al escritor uruguayo que murió en España en 1994.

Saturado el Juan Rulfo. La gente no paró de llegar. Inhóspitos los salones vecinos, Trino no llenó, y Martha Chapa presentó su Saborear la vida ante quince: “No contábamos con la competencia de una figura tan grande a un lado, pero todo sea por las letras”.

Otros autores se justifican ante su fiel audiencia, mientras Vargas Llosa recrea uno de sus cuentos favoritos de Onetti: ‘El infierno tan temido’ que le sirvió como apunte para El viaje a la ficción, el minucioso y sistemático estudio de la obra de Onetti desde sus primeros cuentos, publicados en 1933, hasta la novela Cuando ya no importe de 1993.

Al final Vargas Llosa sale como un relámpago con su traje azul marino impecable. El público le aplaude de pie la lección de generosidad y la estela de sabiduría que dejó en sus lectores.

Un comentario sobre “Cinco crónicas para después de FIL”

  1. Felicidades a todos los autores de los trabajos; estupendos textos, sólo una precisión: son, en su mayoría, reportajes, muy buenos reportajes… pero no son crónicas. Algunas, quizá, notas con color.
    La precisión es sólo para no confundir al lector.

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